Marcelo Ebrard apretó el acelerador de cara a la sucesión presidencial y espera –sugieren sus acciones– que el presidente Andrés Manuel López Obrador cambie su decisión sobre quién lo sucederá. Hasta ahora se mantiene la determinación por Claudia Sheinbaum, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, y si se ven las cosas fríamente, no hay ninguna razón objetiva por la que pueda cambiar. El secretario de Relaciones Exteriores debe estar consciente de que no hay un después para contender por la Presidencia. Si no es en 2024, ya no será jamás. La pregunta es qué busca presionando a Morena, acompañado de un sutil arrinconamiento del Presidente.
Ebrard tiene muchas cosas que o no tiene Sheinbaum o tiene déficits. Relaciones políticas internas y una red de vínculos internacionales, para empezar. Una vida política propia que es independiente de la carrera de López Obrador. Ser bien visto por las clases medias y por los agentes económicos, que no lo consideran un radical. No ha agraviado al sector empresarial y por años, no recientemente, ha mantenido una comunicación fluida con los principales capitanes de la industria en México y en el mundo.
Pero estos atributos no necesariamente son algo positivo ante los ojos del único elector en Morena, López Obrador. Más bien, son factores que le quitan fuerza ante el Presidente. Ebrard no tiene su confianza para entregarle la candidatura, y existe la percepción de que, si llega a la Presidencia, la prometida continuidad con cambio sería un parcial desmantelamiento de lo que ha hecho López Obrador, con lo cual el legado que quiere dejar quedaría trunco.
Ebrard no es un súbdito emocional, sino un par del presidente, lo que recuerda mucho la dialéctica de las monarquías que se heredan al hijo, no al hermano. Ebrard lo vio en la sucesión presidencial de Carlos Salinas, cuando se inclinó por Luis Donaldo Colosio, a quien construyó por más de una década, en lugar de optar por su amigo, camarada y cómplice desde la universidad, Manuel Camacho, un político acabado. Lo debe estar viendo ahora.
López Obrador se va a inclinar por quien crea que va a poder mangonear al terminar su mandato. Sin adelantar una eventual metamorfosis de Sheinbaum una vez que se cruce la banda presidencial, si ganara la elección, la creencia que reencarnaría en ella Pascual Ortiz Rubio es un pensamiento recurrente. Con Ebrard en la silla presidencial, nadie duda que habría autonomía e independencia de López Obrador.
Habría que incorporar una variable en la toma de decisiones, y que tiene su analogía más clara que la sucesión de Miguel de la Madrid en 1988. De la Madrid tenía a dos aspirantes muy fuertes, Salinas y Manuel Bartlett, el secretario de Gobernación. Podría haberse inclinado por cualquiera, pero la designación y el contexto de que era más importante la reconstrucción económica del país que la estabilidad política que ofrecía Bartlett, favoreció al entonces secretario de Programación y Presupuesto. De la Madrid se inclinó no sólo por alguien que estaba de acuerdo con el proyecto –como podría ser Ebrard en este momento–, sino por quien estaba ideológicamente convencido de que ese era el camino –que parece ser el caso de Sheinbaum–.
La sucesión de Salinas se inclinó hacia quien veía el presidente podría concluir con su proyecto de país. Había apostado por una reforma económica y una política, pero sólo pudo hacer la primera, a la que le faltaron los remates de un marco regulatorio para poder ampliar sus beneficios. Eso lo podía haber hecho Colosio, quien tenía, además, una encomienda mayor: la reforma política, esbozada por el candidato del PRI a la Presidencia en su famoso discurso del 6 de marzo en el Monumento a la Revolución.
En el proceso sucesorio actual, Sheinbaum es la única de quienes aspiran a sucederlo que está ideológicamente comprometida con el proyecto de la cuatroté. Como Salinas con Colosio, López Obrador ha sido con Sheinbaum, pero más. La jefa de Gobierno es parte de la familia y cuenta con el respaldo de la esposa y los hijos del Presidente. No hay dudas, sino certezas con ella.
Sheinbaum tiene recursos públicos e invisibles, y desde que se comenzaron a inyectar con entusiasmo a finales del año pasado, ha ido despegándose de sus adversarios, como lo mostró la encuesta de El Financiero este lunes, donde la preferencia por la jefa de Gobierno se elevó de 31 a 34 por ciento en abril, incrementando su ventaja sobre Ebrard de 12 a 16 puntos porcentuales.
Ebrard no es ingenuo para entender que el entorno y las condiciones no lo favorecen. Entonces, si aceptamos que tiene la lejana esperanza de que el Presidente cambiará su decisión, ¿qué es lo que está buscando forzar? De varias maneras lo ha dicho: piso parejo y que haya una competencia justa y equilibrada. Que se corte a Sheinbaum el cordón umbilical y la sonoridad de ser jefa de Gobierno, para que una vez fuera del cargo puedan comenzar a medirla sin la parafernalia del poder que le presta todo el tiempo López Obrador. Ebrard lo está haciendo a partir de un discurso de legitimidad y sugiriendo que si no se da de la forma como lo ha expuesto, es que, en efecto, sí había una “favorita” sobre la cual todos están trabajando.
Elevar la apuesta, en el caso de Ebrard, no parece para tener un cargo en un eventual gobierno de Sheinbaum –aunque ese podría ser su fin–, sino, probablemente, como legado de su propia trayectoria, pasar a la historia política del país como el mejor candidato en 2024, que hace tiempo actuó con prudencia frente al berrinche destructor de López Obrador y le regaló la candidatura presidencial en 2012, y como el funcionario más eficiente y funcional del gobierno actual, a quien el mismo personaje traicionó –conforme al acuerdo político de hace 11 años–, pese a ser el mejor equipado en Morena. Pero tampoco puede descartarse que su estrategia, en caso de ensuciarse el proceso, le dé la legitimidad y la fuerza para buscar una candidatura fuera de Morena.