Tijuana, la puerta de salida de México a Estados Unidos más transitada en el mundo, no vive una ola de violencia en los últimos días. Vive la atención sobre el desbordamiento de la violencia con la que en esa ciudad fronteriza han tenido que sobrevivir desde hace muchos meses. Tijuana es el último microcosmos de la descomposición nacional, cruzada por las relaciones oscuras entre gobernantes y narcotraficantes, que obligó a situaciones extremas, como el que la alcaldesa Montserrat Caballero tenga que gobernar desde un cuartel militar, como hacen todavía, guardando las proporciones, en Irak, que se encuentra en guerra civil.
Pero Tijuana no atraviesa por una guerra civil. No hay lucha por el poder. Lo que enfrenta en la vida cotidiana es una guerra entre los cárteles del Pacífico y Jalisco Nueva Generación por quedarse con la plaza que defienden sus dueños históricos, el Cártel de Tijuana y los remanentes de sus líderes, los hermanos Arellano Félix. El incentivo es fuerte en esa plaza que ha sido trasiego de todo desde hace casi un siglo, cuando por ahí entraba el licor prohibido en Estados Unidos, el fentanilo, la muy adictiva droga que ha matado a más de 100 mil norteamericanos, y las metanfetaminas.
Hace más de un año se agudizó el conflicto en las calles de Tijuana, donde los cárteles, además de trasladar drogas a Estados Unidos, comenzaron a venderlas en las calles, modificando la demografía de los consumidores e incluyendo entre sus compradores de fentanilo y metanfetaminas a niños de hasta 10 años. No es un fenómeno que deba extrañar. Tijuana es la frontera que tiene el mayor número de adictos con más dinero del país, y la sociedad más boyante para el consumo de drogas.
La violencia que se vive en Tijuana no es única en Baja California. Forma parte de un eje de conflicto entre cárteles que incluye a Ensenada y Mexicali, que tuvo como génesis la llegada de Jaime Bonilla al gobierno estatal, que desmanteló la red de protección institucional que protegía a los herederos de la familia Arellano Félix, que encabezaron el Cártel de Tijuana, en algún momento hace un cuarto de siglo, el más poderoso y violento del país.
Bonilla tuvo como predecesor al panista Francisco Kiko de la Vega, el último gobernador de ese partido que tenía una fuerte estructura en Baja California. Uno de los principales operadores azules era Carlos Torres Torres, que cuando se casó por primera vez tuvo como padrino de boda al entonces presidente Felipe Calderón y a su esposa Margarita Zavala. Poco después lo nominaron para luchar por la alcaldía de Tijuana, que perdió en 2010 con el PRI.
Torres Torres se casó por segunda vez en 2019 con la entonces alcaldesa de Mexicali, Marina del Pilar Ávila, y se fueron moviendo hacia Morena. El esposo de la hoy gobernadora apoyó en su campaña electoral a Bonilla –por lo cual el PAN lo expulsó–, quien una vez en el cargo, en noviembre de 2019, reorganizó las áreas de seguridad, y se deshizo de la estructura panista que se había incrustado por años en ese campo.
Eso fue la génesis de lo que se vive en Tijuana hoy en día, porque, de acuerdo con información de inteligencia del gobierno federal, alteró el statu quo prevaleciente, que se remontaba a la negociación de un sector de la familia de los hijos de los hermanos Arellano Félix y los remanentes del Cártel de Tijuana, con Rafael Caro Quintero, que para entonces estaba en el proceso de separación definitiva del Cártel de Sinaloa/Pacífico. Al término del mandato corto de Bonilla, la gobernadora Ávila empezó a regresar a parte de la estructura de la que se sacudió su antecesor, incluido a quien nombró fiscal, Iván Carpio, a quien conoció cuando era alcaldesa como policía y ministerio público.
La llegada de Ávila al poder trajo consigo también el deterioro en la seguridad y el incremento en los índices delictivos. Asimismo, de acuerdo con la información de inteligencia, se dio un reacomodo en las organizaciones criminales y se amplió la guerra entre ellas. En Tijuana y Ensenada fueron reducidos los herederos de los Arellano Félix y se convirtieron en plazas en disputa de los cárteles Jalisco Nueva Generación y Sinaloa/Pacífico. En Mexicali, ante la debilidad en la organización de Caro Quintero, la franquicia de los hijos de los Arellano Félix se alió con el Cártel Jalisco Nueva Generación, para enfrentar al de Sinaloa/Pacífico.
Lo demás se cuenta por las estadísticas. Lo único sorprendente de la violencia en Tijuana es que estemos volteado a verla hasta ahora. Desde enero, el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, dio a conocer su ranking de las ciudades más peligrosas en el mundo, en función del número de muertes por cada 100 mil habitantes. Tijuana, con 100.8 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, se ubicaba en el quinto lugar, donde los 10 primeros incluían a otras cuatro ciudades mexicanas.
Tijuana tiene menos homicidios dolosos que la número uno en esa categoría, Los Cabos, en el otro extremo de la península, con 111.3 asesinatos por cada 100 mil, o Acapulco, que tiene 107 por cada 100 mil, pero en el ranking de las ciudades más violentas en el mundo, ocupa el primer lugar. Esto sólo se explica porque en esas ciudades hay una organización criminal dominante que no está en guerra abierta, sino que la ola de asesinatos preventivos busca impedir que sus rivales se asienten, tomen fuerza y empiecen a disputarles seriamente la plaza.
En Tijuana no hay pax narca –que no significa paz, sino que hay una organización que decide quién muere y cuándo los matan– porque la capacidad de fuego entre las tres organizaciones criminales es similar y no pueden terminar de aniquilarse. Los tijuanenses no están tranquilos, ni tendrían motivo de estarlo. Se encuentran solos. El gobierno no combate a criminales, y cuando Morena está en el poder, no hay presión ni exigencias, sino justificaciones políticas del porqué no hace nada.