El gatillo del presidente Andrés Manuel López Obrador para descarrilar de la contienda presidencial a Xóchitl Gálvez, no puede ser mediante un discurso incendiario que la ponga en la mira del crimen organizado –como se argumentó ayer en este espacio– o generarle un clima de animadversión con sus acusaciones recurrentes y falsas de que quiere cancelar los programas sociales, que pudiera, en el México profundo de pobreza y desesperación, animar a que la linchen en una de sus visitas y todo quede en Fuente Ovejuna. El gatillo de López Obrador debe ser político y jurídico, donde tiene todas para ganar.
López Obrador ha lanzado una embestida masiva y lanzado a su división Panzer a atacar por todos lados a Gálvez para neutralizarla y descarrilarla de una campaña presidencial que, gracias a su espontaneidad, despertó interés y, para la oposición, una esperanza de que Morena, con Claudia Sheinbaum o con cualquier candidato impuesto en Palacio Nacional, puede ser vulnerable. López Obrador, como nadie, sabe que si no la elimina de la contienda puede seguir creciendo y convertirse en la profecía autorrealizable, donde una creencia se vuelve realidad.
Lo vivió en 2004, cuando autorizó obras en un predio en Cuajimalpa llamado El Encino, para construir un camino alterno para el Hospital ABC. El terreno, que había sido expropiado en 2000 por la entonces jefa de Gobierno capitalino interina, Rosario Robles, estaba en litigio, pero la entonces consejera jurídica de López Obrador, María Estela Ríos –que hoy cumple el mismo papel en la Presidencia–, le dijo que no había problema legal para hacerlo.
La Procuraduría General de la República, encabezada por Rafael Macedo de la Concha, que trabajaba al alimón con Marta Sahagún, la esposa del presidente Vicente Fox, pero con la autorización de éste, acusó a López Obrador de desacato y pidió su desafuero en la Cámara de Diputados. El 7 de abril de 2005, tras una sesión de más de nueve horas, la mayoría votó por desaforarlo para que así pudieran juzgarlo y meterlo a la cárcel. La respuesta social fue contundente y reunió en una gran marcha de protesta a simpatizantes y a muchos que, sin coincidir con él, les parecía un abuso de la autoridad.
Fox estaba determinado a que terminara en la cárcel, con lo cual lo sacaría de la carrera presidencial, pero su portavoz, Rubén Aguilar, y la entonces asesora de Santiago Creel, secretario de Gobernación, María Amparo Casar, a quien hoy ataca López Obrador por presidir Mexicanos Contra la Corrupción, lo persuadieron de dar marcha atrás. López Obrador salió victorioso, lo que le permitió contender con creciente fuerza durante tres elecciones, perdiendo por 0.56 por ciento ante Felipe Calderón en 2006, y arrasar en su último intento en 2018.
López Obrador no es Fox. El abuso de autoridad que estaba ejerciendo y que provocó una reacción nacional en contra, ayudó a que éste reculara. A López Obrador no le importan las presiones domésticas, ni mucho menos la ley, como lo demostró una vez más al dar a conocer información confidencial sobre las finanzas de la empresa de Gálvez. La senadora ha gritado mucho y lanzado amenazas, pero si se le quita el ruido al ambiente, está a la defensiva, descolocada y, podría uno sugerir, atemorizada –aunque ella dice lo contrario–.
La divulgación de información confidencial llevó a Gálvez a anunciar que iba a presentar una demanda penal en su contra por haber violado al Código Fiscal, y abusar de autoridad al pedir información al SAT, donde formalmente no tiene acceso. No lo hizo. Reiteró la amenaza días después, pero tampoco la presentó. Optó por ir al Instituto Nacional Electoral para acusarlo de violencia política de género, que le fue negada. La denuncia importante, sin embargo, no era esta última, sino la primera. ¿Por qué no lo hizo? Porque no se atrevió.
Mientras ella perdía el tiempo en declaraciones sin acciones, las huestes del Presidente siguieron elevando los costos. Primero, el diputado de Morena Manuel Alejandro Robles la denunció en la Fiscalía General y la Unidad de Inteligencia Financiera por los presuntos delitos de lavado de dinero, evasión de impuestos y enriquecimiento ilícito. La respuesta a Robles ha sido cosmética. Se le atacó por su antecedente de títere y por considerarse un ataque más de López Obrador, sin verse el fondo donde, más allá de que sea cierta o no la subjetividad de las críticas en su contra, la denuncia está hecha.
Días después, Víctor Hugo Romo, que la sucedió como alcalde en Miguel Hidalgo, la denunció en la Fiscalía General de la Ciudad de México por los delitos de enriquecimiento ilícito, tráfico de influencia, conflicto de interés y corrupción. Una vez más, en la opinión pública se enfocaron en el mensajero y no en el mensaje. El mejor ejemplo de este error de diagnóstico fue el enfoque en la primera plana de Reforma el viernes pasado, que tituló Denuncian a Xóchitl… 7 años después, descalificando el acto por considerarlo parte de la coyuntura de agresión contra Gálvez. El quid de esa denuncia es la suma del equipo jurídico de Sheinbaum a la embestida contra Gálvez, que si no atiende lo que está sucediendo, podría enfrentar un juicio penal que podría limitar sus aspiraciones presidenciales.
Gálvez ha dicho que tiene derecho a tener una empresa privada y que la mayoría de sus clientes son privados, no del gobierno. Es cierto, pero no basta combatir la acusación con declaraciones de que está limpia de pecado y culpa, sino respaldar sus dichos con documentos para demostrar que en ningún caso hubo un conflicto de interés, que sugiera corrupción. No parece que la senadora haya hecho aún ese trabajo, pues ya lo habría presentado, dejando que hablen los papeles y no su boca.
Si quiere mantenerse como una aspirante viable y salir fortalecida de los embates de López Obrador, debe actuar con más responsabilidad de la mostrada y tomar con seriedad las imputaciones. Las acusaciones contra López Obrador hace casi dos décadas son menos sólidas del potencial de las que han presentado los morenistas en dos fiscalías. Cuidado, senadora.
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