Hace un buen tiempo, un expresidente que conocía bien a Marcelo Ebrard decía que era un político de gran inteligencia pero que tenía un problema: siempre debía tener alguien que le dijera qué hacer. Ese alguien fue durante varias décadas Manuel Camacho, que desde que invitó a trabajar con él en el gobierno a su alumno del Colegio de México, fue su mentor y guía. Camacho era un político muy inteligente que veía la vida pública de forma estratégica, como cuando en 2011 le dijo que cediera la candidatura presidencial a Andrés Manuel López Obrador para evitar una ruptura en la izquierda. Cuando murió, Ebrard se quedó sin esa asidera.
Nadie remplazó a Camacho, aunque una persona que empezó a trabajar con Ebrard desde hace más de 20 años fue metiéndose en su núcleo de mayor confianza desde que fue secretaria del Medio Ambiente cuando su jefe era jefe de Gobierno de la Ciudad de México, y se ganó una lealtad que, sin saberlo y sin darse cuenta todavía, se ha convertido en kriptonita para sus aspiraciones de estar en la boleta presidencial del próximo año. Martha Delgado, que se le metió como la humedad y a quien no ha frenado en sus ambiciones políticas, se ha convertido en un lastre.
No es la responsable de haber perdido las encuestas para ser coordinador de los Comités de Defensa de la Cuarta Transformación, donde lo derrotó Claudia Sheinbaum, porque probablemente, aun sin las irregularidades en el proceso que ha denunciado, tampoco habría triunfado. Sheinbaum comenzó hace más de tres años a trabajar la candidatura, como delfín de López Obrador, mientras Ebrard se mantuvo quieto para evitar que se molestara el Presidente. Cuando llegó el momento de las definiciones, arrancó con un hándicap frente a Sheinbaum, que lo aventajaba en el ánimo popular.
Ebrard entró a la contienda por la candidatura presidencial convencido de que López Obrador se inclinaría por quien resultara mejor, ciego o ingenuo de las señales claras de que Sheinbaum era la favorita, sin importar los méritos. Delgado fue una de las cercanas que siempre le dio por su lado, creyente también de que sería no sólo candidato, sino presidente, y que ella, en 2030, se convertiría en la primera presidenta de México. Su ambición era mayor que la de Ebrard, que no quiso darse cuenta del daño que le causaba, pese a tener como antecedente inmediato su paso por la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde Delgado fue subsecretaria de Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos.
En la Cancillería fue como un tornado que devastaba todo a su paso. Con recursos cuyo origen siempre despertaron sospecha, montó una estructura paralela de comunicación y logística, que utilizaba para violentar las estructuras y adelantarse con recursos ajenos a la secretaría, en el cumplimiento de instrucciones de Ebrard. No siempre se salió con la suya, pero con las veces que lo logró, fue suficiente. Su avasallamiento golpeó, no en lo personal, sino en su trabajo, a la subsecretaria del ramo, la respetada embajadora emérita Carmen Moreno Toscano, con cuya familia Ebrard tenía una relación de más de dos generaciones, entrometiéndose en asuntos que no eran de su competencia para agradar al canciller. De peor manera atropelló a Maximiliano Reyes, el subsecretario para Asuntos de América Latina y el Caribe, usurpando funciones que tampoco le correspondían.
Pero la peor relación en los altos mandos de la dependencia fue con Roberto Velasco, que inició el gobierno como director de Comunicación Social, pero a la salida de Jesús Seade de la Subsecretaría para Asuntos de América del Norte fue quien lo remplazó. Velasco realizó las mismas funciones de Seade pero como jefe de unidad, porque el Presidente quiso achicar la estructura orgánica de la Cancillería –como lo hizo también con otras dependencias–, por lo que Delgado siempre lo menospreció y se oponía a que estuviera en reuniones de subsecretarios, porque no tenía el mismo nivel. Pero así como golpeó al equipo político de Ebrard, Delgado maltrató a los diplomáticos de carrera, con quienes siempre antagonizó.
Ebrard la responsabilizó de hacer las negociaciones para la compra de las vacunas contra covid-19, que asumió como una cruzada personal y no como un trabajo que fue acompañado por la Secretaría de Relaciones Exteriores. Delgado pensaba que el mérito de haber conseguido las vacunas era de ella, no de Ebrard, y estaba muy resentida con López Obrador porque sentía que no le había dado ese reconocimiento que creía merecer. Esa molestia la llevó a hablar mal del Presidente en público, lo que debió haber llegado a oídos de Palacio Nacional.
Cuando Ebrard renunció para buscar la candidatura, Delgado permaneció por un tiempo en la Cancillería, y cuando finalmente se sumó al equipo de su jefe, se autodesignó como la coordinadora de la campaña. Nunca lo dijo abiertamente, pero sus acciones eran explícitas. La clave para identificar a Ebrard internamente era “M-1″, y ella se designó “M-2″. La campaña era horizontal, por lo que la responsabilidad de coordinación no existía. Poco le importó. Trasladó su equipo de comunicación, logística y redes sociales, que trabajaban para ella primero y después para Ebrard, y asumió funciones que provocaron tensiones y molestias internas.
Delgado continuó el maltrato que la había caracterizado en Relaciones Exteriores, y fue aplastando a los operadores políticos que habían trabajado al lado de Ebrard durante años, provocando que las instrucciones del precandidato fueran cumplidas, pero prácticamente a fuerzas. Las deserciones en el equipo que se han dado en estos últimos días no sólo son por la incertidumbre sobre el futuro, sino por la forma como ha sido la relación con Delgado.
La colaboradora de Ebrard lo tiene encerrado, y aunque el excanciller tiene una manera asambleísta para consultar decisiones, la influencia de Delgado en el último tramo de ésta ha sido enorme. Ella, como lo fue Ebrard en los primeros momentos de trabajar con Camacho, aleja a aliados y leales. En estos momentos es lo que menos necesita, cuando requiere de tropa para enfrentar a Morena, Sheinbaum y, finalmente, porque ahí terminará, López Obrador.