El presidente Andrés Manuel López Obrador estaba ayer tan enojado con la cobertura de los medios en Acapulco, que hasta criticó a uno –Imevisión– que desapareció hace 30 años. Lleva días empapado en furia contra la prensa. No le gusta la fotografía que transmite, aunque si fuera más racional y menos emocional, le vería su utilidad. La devastación de Otis es tan dramática y profunda que le podría abrir espacio y construir el consenso para gobernar. No es así porque piensa que todo lo malo que sucede se empaqueta para afectarlo, sin procesar, como sería el caso del huracán, que hay eventos que, por definición, no son imputables a él.
López Obrador tiene frases memorables que se reciclan periódicamente. Hace varios años se quejó porque la prensa le había hecho un vacío y que utilizaba de pretexto –lo fraseó de otra forma– la muerte de Juan Pablo II. Ayer veía como imposible que los medios hablaran bien de él, esperando que lo elogiaran porque sólo habían muerto 46 personas, y criticando que no compararan la cifra con “las dos mil” víctimas de Katrina, refiriéndose al estimado de muertos en el huracán que devastó las costas del golfo, desde Florida a Texas, en 2005.
¿Por qué buscaba analogías que lo ensalzaran? ¿Que haya menos muertos significa que hizo las cosas bien? O que haya más muertos, ¿significa que hizo las cosas mal? Claro que no. ¿Qué pensarán los familiares de las víctimas en Acapulco del manejo del Presidente? López Obrador tiene una proclividad a manejar de forma deshumanizada las tragedias, como en marzo pasado, cuando al informar de un incendio en la estación migratoria en Ciudad Juárez, donde murieron 39 migrantes, los responsabilizó de la tragedia.
Al Presidente le han enfurecido los reportes periodísticos sobre la ausencia de gobierno, el pillaje, la mala respuesta que tuvo para enfrentar la crisis. Ha habido registros puntuales, magnificaciones, tergiversaciones e incluso noticias falsas. En desastres naturales, como en conflictos o guerras, esto suele suceder. No se trata de justificar las cosas, sino recordar antecedentes para enfatizar que López Obrador no es el único líder que enfrenta este fenómeno comunicacional. Él mismo, en situaciones similares, acusó a expresidentes de peores cosas. Tampoco se busca establecer un qui pro quo, que sería insensato, sino explorar las motivaciones de su rabia.
La primera molestia, se puede argumentar, parte del reconocimiento de que al no haber hecho un diagnóstico correcto de Otis, hubo mala gestión en el arranque. De ahí la idea de López Obrador de distraer a la opinión pública e irse por carretera a Acapulco el miércoles, contra el consejo de todos a su alrededor. Su estrategia de cambiar la conversación fue un fracaso. Y peor aún, se degradó al quedar atrapado en el lodo, impotente porque nadie podía sacar el Jeep militar del atolladero. El control de daños que intentó para salvar cara terminó dañándolo más.
López Obrador retomó la iniciativa el viernes y anunció que sólo repartirían la ayuda humanitaria el Ejército y la Marina, concentrando en las Fuerzas Armadas absolutamente todo, distrayendo sus esfuerzos para la aplicación del Plan DN-III y el Plan Marina. Esta instrucción provocó confusión y molestia ese día en la zona de Chilpancingo, donde se instalaron retenes militares para impedir el paso de vehículos, pero fueron desbordadas en horas ante el número de civiles que le hicieron caso omiso al Presidente y cargaron sus vehículos con ayuda para los acapulquenses. La decisión del Presidente, acompañada de una mala estrategia de comunicación, provocó una crítica al Ejército que nunca había tenido, verdadera o falsa, pero que ha empezado a permear en la opinión pública: hay militares que se están quedando con la ayuda de civiles.
El Presidente continuó con la confusión el sábado, cuando ante lo mal que le salió la visita a Acapulco, anunció que ya no haría ninguna más, y que coordinaría los trabajos desde la Ciudad de México. Pero al día siguiente se fue a Acapulco, y el lunes hizo lo mismo. Ayer, igualmente, tuvo que corregir la cifra de muertos, lo que habla de la deficiente comunicación entre autoridades. Sus contradicciones han provocado confusión en la opinión pública y en el interior del gobierno, donde tienen que estar improvisando sobre la marcha en función del estado de ánimo de López Obrador, que está tomando decisiones sin escuchar a nadie. ¿Por qué lo está haciendo?
Se pueden plantear dos hipótesis. Una es impedir que la secuela del huracán le cobre una factura política, que es lo que permite entender la furia desatada contra todos los medios, que se irá incrementando porque la forma como está abordando la secuela de Otis no parece responder a ninguna estrategia macro, aunque hay acciones positivas y efectivas de corto plazo, como la celeridad para restablecer la energía eléctrica o los mecanismos para que los acapulquenses tengan dinero en efectivo. El Presidente no puede perder apoyo en la opinión pública por el espejo de las deficiencias e ineficiencias en Acapulco, pues de ello depende que mantenga el poder el próximo año en la Presidencia y el Congreso.
Esta segunda hipótesis plantea la batalla en las mentes de los electores. EL FINANCIERO publicó ayer su encuesta mensual de aprobación, donde López Obrador perdió un punto pero se mantiene estable. La encuesta, sin embargo, terminó de levantarse el jueves, por lo que aún no mide realmente el impacto sobre su gestión de Otis. La furia del Presidente contra los medios es en defensa de sus votos, que están en riesgo por su administración de la crisis en Acapulco. La realidad que reflejan los medios le afecta y, como lo que natura no da Salamanca no presta, no habrá cambio en la gestión. Lo que le queda es, como lo ha hecho en el sexenio, construir una realidad alterna y apagar lo que sucede en la vida real. Esta guerra, ya no batalla, no es por la verdad, sino por la percepción, por la narrativa y por el poder que desafiará la secuela de Otis.