El último debate presidencial se realizará el 19 de mayo, justo dos semanas antes de la elección, y una de las materias a discutir serán la inseguridad y el crimen organizado. Por qué razón Morena aceptó que este tema, donde el presidente Andrés Manuel López Obrador obtiene sus peores calificaciones, se discuta en vísperas de la elección es un misterio y, definitivamente, un error. Violencia y cárteles de la droga, corrupción y financiamiento criminal a López Obrador, se convirtieron desde antes de terminar el segundo debate, el domingo pasado, en los ejes estratégicos que desarrollará la oposición. Ahí olieron sangre; ahí apretarán a la candidata oficialista, Claudia Sheinbaum.
Temprano en el debate, la candidata opositora, Xóchitl Gálvez, comenzó la vinculación de los problemas económicos en las comunidades con el crimen organizado, y cuando había madurado la discusión, sin contexto ni justificación, llamó a Sheinbaum “narcocandidata”. En el posdebate en Televisa, Germán Martínez, vocero de Gálvez, mostró la portada del nuevo libro de la periodista Anabel Hernández, La historia secreta (Grijalbo), que en el adelanto da detalles de cómo el Cártel de Sinaloa, a través de los hermanos Beltrán Leyva, le dieron a López Obrador 25 millones de dólares para su campaña presidencial de 2006.
Invariablemente, López Obrador reaccionó el lunes. “No presentan una sola prueba”, dijo. “Son unos viles calumniadores. (Ni) una sola prueba y los convoco, los emplazo, a que presenten prueba”. Hernández escribió el libro con base en testimonios y entrevistas con testigos protegidos. A partir de sus dichos señala cómo un enviado de los Beltrán Leyva, Sergio Villarreal, el Grande, le entregó personalmente el 15 de junio de 2006, tres semanas antes de la elección, 500 mil dólares. Este episodio, agregó, lo declaró el Grande en la Procuraduría General de la República tras ser detenido en 2010, donde habló de otra reunión con el equipo de López Obrador en 2006, en la que ofrecieron influir en la designación del titular de esa dependencia y en obstaculizar las operaciones de la DEA en México, aun cuando no sería presidente.
¿Es cierto? Por principio, nadie debe creer en ninguna declaración de un criminal, y debe asumirse que estarán dispuestos a decir lo que les pidan a cambio de obtener beneficios judiciales. Quien conozca a López Obrador encontrará difícil, casi imposible, que haya acudido personalmente a una reunión con un criminal. El Presidente siempre ha sido cuidadoso de que nadie lo ligue con alguien cuya imagen pueda perjudicarlo, al grado que cuando le hablaban de mecenas que harían grandes aportaciones a su causa, solía decir que hicieran lo necesario, pero que no le dijeran nada.
El problema que enfrenta ahora es que quien lo acusa hizo lo mismo el año pasado contra el exsecretario de Seguridad Pública Genaro García Luna, le dio toda credibilidad y utilizó su testimonio y el de otros narcotraficantes y testigos protegido para llamarlo “criminal”. ¿Cómo puede alegar que el Grande dijo la verdad respecto a García Luna y mintió en su caso?
Su boca es tóxica. López Obrador no se ayuda en nada. Apenas el jueves pasado, cuando trataba de minimizar que el Cártel del Pacífico (antes de Sinaloa) hubiera detenido a Sheinbaum en un retén en Chiapas, un periodista le preguntó, probablemente en el contexto de sus relaciones laxas con esa organización, que si cuando ha visitado Badiraguato, la cuna de varios de los líderes del narcotráfico más importantes que han existido, “se porta bien el crimen”. De manera cándida, por decir lo menos, López Obrador respondió: “Siempre. No es ahora. Iba yo a todos los pueblos, a Tamazula (en la sierra de Durango, donde por lustros se escondió Joaquín el Chapo Guzmán)… Y respetuosos todos. Y sin guardaespaldas y sin carros blindados. Y claro que a veces se encuentra uno con gente extraña, pero respetuosa”.
Las palabras de López Obrador son consistentes con sus acciones y declaraciones. Nada de enfrentar a los cárteles de la droga –los choques con las fuerzas federales se han dado como reacción, no por combatirlos– y nada de hablar mal de ellos. Los trata con enorme respeto –contrario a cómo se refiere a quienes no piensan como él– y deferencia, hablándoles de usted o, como sucedió por una petición de la madre de Guzmán Loera, intercediendo por visas ante la embajada de Estados Unidos, o instruyendo a medio gabinete de seguridad para explorar la posibilidad de que pudieran extraditarlo y cumplir su sentencia en México.
López Obrador ha podido manejar esas relaciones oscuras con impunidad, pero las declaraciones del Grande lo meten en una contradicción: ¿cómo decirse difamado por quien hace un año reconoció por imputar a García Luna? El discurso en su contra puede ser letal: García Luna supuestamente los protegió por corrupto; él supuestamente lo haría para comprar la Presidencia.
El libro de Hernández, que estuvo cerca de su causa y a quien elogió varias veces, le llegó en el pésimo momento del último tramo de la elección presidencial. El contexto no podía ser peor. La semana pasada fue la más violenta del año y el número de homicidios dolosos sigue creciendo. Sheinbaum ya empezó a tropezar. Ayer refutó a Ciro Gómez Leyva en la radio y aseguró que el año más violento no había sido en el sexenio de López Obrador, sino en 2018. Mintió: 2020 es el más violento desde que hay registro. En 2019 se registró el tercero más sangriento, en 2021 el cuarto y en 2022 el quinto.
Sheinbaum tendrá que presumir su gestión en materia de seguridad en la Ciudad de México porque no hay forma de defender a López Obrador a nivel nacional, ni trasladar fácilmente la responsabilidad de crímenes federales al ámbito local. El tercer debate le llegará en muy mal momento, porque la vinculación del Presidente con el crimen organizado podrá ser maximizada para que permanezca en la mente de los electores por 15 días, que será relativamente sencillo con una narrativa de violencia e inseguridad muy difícil de contrarrestar.