El presidente Andrés Manuel López Obrador no deja de asombrar, a veces, por la candidez que en ocasiones lo perjudica. Como ayer, cuando le preguntaron por qué su gobierno no ejecutó las cuatro órdenes de aprehensión en contra de Ismael el Mayo Zambada, respondió que detener a los capos de la droga no erradica el narcotráfico, mientras que atacar las causas del fenómeno busca que no haya violencia. Como sabemos, en ambas vertientes ha fracasado.
Pero lo que admitió es que la Fiscalía General no actuó contra Zambada, incumpliendo con sus obligaciones legales, por lo que incurrió en el delito de omisión de responsabilidades, cuya línea de mando sube al Presidente, que ha dado instrucciones de no detener a ningún líder del narcotráfico porque, como afirmó ayer, eso no va a acabar con el narcotráfico. Públicamente planteó que el jefe del Cártel del Pacífico/Sinaloa no era un objetivo de su gobierno, y le permitió realizar sus actividades ilegales –incluido asesinar a sus adversarios, secuestrar comunidades en todo el país y generar zozobra en decenas de poblaciones– porque así habría una pacificación del país.
Su galimatías lo inculpa pero no lo ve. Muestra que se siente impune y que descarta que la ley lo alcance, cuando menos en México. Confunde su legitimidad con la legalidad, aunque existe la posibilidad de que siga descontrolado al desconocer cómo terminó Zambada en manos del FBI, y no entender la gravedad de lo sucedido. Lo paradójico no es que Zambada pudiera acogerse al programa de testigo protegido, como parece asumir López Obrador que así será –al recomendarle públicamente a quien toleró durante el sexenio que declare contra gobiernos anteriores al suyo–, sino lo que hay detrás de la operación ejecutada por la policía federal estadounidense.
Algunas preguntas que el Presidente y su gabinete de seguridad tendrían que estarse haciendo es por qué les han dado información a cuentagotas, y por qué la DEA fue excluida de la operación del FBI. Aunque no lo vea, hay un común denominador: los presuntos nexos que tienen con el Cártel de Sinaloa. En el caso del gobierno obradorista, su proclividad hacia esa organización criminal, cuyo lugar de nacimiento, Badiraguato, ha visitado seis veces y quería realizar una más antes de concluir el sexenio. En el caso de la DEA, porque desde hace años Zambada es su informante. Ni al Presidente ni a esta agencia les tiene confianza el FBI, y, por lo que se ve, tampoco la Casa Blanca: ahí está el mensaje. La DEA es un daño colateral; a López Obrador le están diciendo lo que quisieran hacer con él.
La DEA, de acuerdo con fuentes de inteligencia, ha trabajado con Zambada por varios años, sin haber actuado en su contra a cambio de información sobre sus adversarios e incluso sobre sus socios, como Joaquín el Chapo Guzmán, de quien les dio datos para su captura. López Obrador no tendría que preocuparse de la información que podría dar a las autoridades estadounidenses, porque lo más seguro es que ya se las proporcionó, sobre las complicidades con gobiernos anteriores y sus vínculos con gobernantes y políticos morenistas de diversos niveles.
De lo que sí debería preocuparse es que, si va a juicio, en no menos de un año, qué tipo de caso va a construir el FBI, que no tiene vinculación con el Cártel del Pacífico/Sinaloa. La DEA ya no podrá cuidar a su informante, que fue detenido por la agencia rival mediante una operación que se asemeja a la captura de Arturo Guzmán Loera, el Pollo, hermano de Joaquín el Chapo Guzmán, en 2001. El Pollo también era informante de la DEA, y la detención fue resultado de otra de las intrigas entre agencias estadounidenses, cuando la CIA aprovechó una reunión que iba a tener con uno de sus enlaces en un hotel de la Ciudad de México y se lo informó a Genaro García Luna, en ese entonces director de la Agencia Federal de Investigación, quien personalmente lo detuvo. El Pollo terminó en el penal de La Palma, donde acordó con la DEA ser testigo protegido. Nunca se concretó porque en 2004 fue asesinado dentro del penal de máxima seguridad.
La analogía muestra la curva de aprendizaje de los servicios estadounidenses. No se buscó la extradición del Pollo tan pronto como se le detuvo, porque no existía la desconfianza contra todo el gobierno de Vicente Fox. A Zambada lo extrajeron –no se sabe aún el método– porque sabía el FBI que el gobierno no lo iba a detener, como admitió ayer López Obrador, y lo quieren vivo, como querían a Guzmán Loera. ¿Para qué lo quieren? No es por información. Como se apuntó líneas arriba, la DEA ya debe tener todo lo que quiere por lo que les dio por años su testigo protegido. El agente especial del FBI que encabezó la operación contra Zambada, un anglosajón con profunda experiencia y conocimiento de casi dos décadas sobre la colusión de las instituciones mexicanas con el narco, tampoco necesitaría información vieja, pero sí reciente. Es decir, sobre el gobierno obradorista.
El Presidente ya recibió información de que la captura de Zambada y Joaquín Guzmán López corrió en diferentes vías, por lo cual la información publicada de que el hijo del Chapo había engañado a su padrino y lo había llevado contra su voluntad a Estados Unidos carecería de sustento. La secretaria de Seguridad, Rosa Icela Rodríguez, dijo que Los Chapitos acordaron su entrega a cambio de beneficios para Ovidio Guzmán López, sacrificando a Joaquín, el menos involucrado en actividades criminales de los hermanos. Sobre los detalles de la extracción de Zambada siguen a oscuras.
Como se apuntó ayer en este espacio, el silencio de Washington es el grito más sonoro contra un presidente mexicano en la memoria. A menos de 60 días de dejar el poder, un amplio sector del gobierno de Estados Unidos le está diciendo a López Obrador la tormenta que tiene por delante, si se levantan las consideraciones políticas que han impedido, hasta ahora, que lo procesen en aquel país.