Ya uno no sabe si el presidente Andrés Manuel López Obrador es un farsante, un ignorante o un tramposo. En la mañanera de ayer se preguntaba por qué hay una reacción tan grande en el mundo por la reforma judicial. “No encuentro yo una explicación lógica, aunque a veces lo que no suena lógico suena metálico”, dijo. El Presidente no necesita abrevar de la lógica para saber que lo que está agitando al mundo son intereses económicos, pero disfraza las motivaciones en el exterior como si fuera un espíritu pirata el que animara la crítica y las preocupaciones por las consecuencias de la reforma, ocultando lo que quien lea los argumentos planteados entendería como la amenaza expresada: centralización del poder y selección de ministros, magistrados y jueces federales por voto popular.
La suma de estos dos componentes generaría una incertidumbre jurídica, donde el solo horizonte de que sea promulgada como ley ha provocado que algunas empresas multinacionales estén pensando en cambiar sus oficinas de México a Estados Unidos, para que en caso de un diferendo judicial, sea bajo las leyes de aquel país y no bajo el nuevo andamiaje legal mexicano que viene en camino, para evitar que sus asuntos sean resueltos por “una Lenia Batres”, como apuntó un observador, al recordar a la ministra del Presidente que carece de equipaje jurídico y le sobra el ideológico.
López Obrador está levantando cortinas de humo que, al mismo tiempo, le sirven para presionar domésticamente para que se apruebe la reforma judicial. Eso es lo que ha hecho con el conflicto artificial con Estados Unidos y Canadá, que es una farsa. O ¿cómo entender que suspende relaciones con los embajadores pero mantiene la relación fluida con sus gobiernos? A menos que realmente sea un ignorante consumado, el Presidente sabe que no se mandan solos, y que los diplomáticos, como Ken Salazar, a quien trataba como cómplice, por lo que es llamado en Washington “el embajador de México en el Departamento de Estado” por su lambisconería y defensa del macuspano, criticaron la reforma por instrucciones de sus gobiernos, no a espaldas de Joe Biden o Justin Trudeau.
López Obrador pretende sacar el nacionalismo mexicano del clóset y que broten los viejos agravios por la larga historia de intervenciones –156 registradas por el historiador Gastón García Cantú– de Estados Unidos en México, con triquiñuelas y desinformación. El sonido metálico con el que identifica las críticas en el mundo a su reforma es real, porque sí se trata de algo económico, contemplado en el tratado comercial suscrito por México, Estados Unidos y Canadá, donde hay una serie de compromisos que fueron respaldados con el voto del Senado en los tres países. Gracias a ellos, 82% de las importaciones en Estados Unidos salen de México, con lo cual la economía mexicana se beneficia de estar injertada a su aparato productivo, y la proveeduría estratégica desde México le da tranquilidad a Estados Unidos en su guerra comercial con China.
El Presidente ha tratado en los últimos días de meter en la conversación mexicana que las reformas que impuso al Congreso no tendrán ningún impacto en el acuerdo comercial –aunque la desaparición de órganos autónomos viola el tratado al cancelar las cláusulas democráticas– ni la turbulencia en los mercados responde a esas inquietudes, como ha sucedido, contra lo dicho por él, desde que se abrió la posibilidad de que Morena y sus partidos aliados obtuvieran la mayoría calificada en el Congreso. El peso rompió el techo de 20 unidades por dólar el martes, y llevamos días que no baja de 19. El tipo de cambio fue durante la mayor parte del sexenio el ejemplo más utilizado por López Obrador para regodearse de su buena política económica, que en realidad no obedecía a méritos domésticos, sino a la diferencia en la tasa de interés con Estados Unidos.
La devaluación de las últimas semanas, sin embargo, sí tiene que ver con lo que se percibe en México y el mundo como una amenaza al Estado de derecho. Los sobresaltos en los mercados ya deben haberle preocupado, aunque públicamente diga lo contrario.
El anuncio que hizo el futuro coordinador de Morena en el Congreso, Ricardo Monreal, de que la reforma no pasaría en fast track como lo había dicho, porque, por petición de la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, no se aceleraría su voto, parece más control de daños que un ataque de conciencia sobre las consecuencias de la reforma. Después de lo que hemos visto en estos meses, ¿alguien cree realmente que Sheinbaum y Monreal tienen márgenes de maniobra para actuar a espaldas de López Obrador? Ambos, se ha comprobado en los hechos, son apéndices del Presidente y hacen lo que les ordena. Esta suena, parafraseándolo, a una estrategia para ganar tiempo y atemperar los mercados, aunque por cómo se comportaron ayer, no les creyeron.
De cualquier forma, es una señal importante que le estén empezando a doler las reacciones en los mercados internacionales a López Obrador, que lo que menos debe querer es entregar el mandato con una crisis económica detonada por él, con decisiones apoyadas en el poder metaconstitucional que le resta, como lo hicieron en el epílogo de sus gobiernos Luis Echeverría, que expropió tierras ganaderas en Sonora, en un conflicto que le costó el empleo –para restablecer la estabilidad– al gobernador Carlos Armando Biebrich y devaluó en casi 100% el peso frente al dólar, rompiendo 22 años de paridad fija, y José López Portillo, que devaluó a meses de dejar el poder, decretó una moratoria al pago de la deuda externa y nacionalizó la banca.
Las secuelas de ese periodo, llamado “la docena trágica” se sintieron por el resto del siglo, y hasta 2000 se pudo dar una transición sin sobresaltos financieros. Hasta 2018 los cambios de gobierno fueron tersos, pese a que hubo tres cambios de partido en el poder, lo que no está sucediendo ahora, un relevo entre camaradas del mismo partido y proyecto terriblemente atropellado con múltiples alarmas prendidas. ¿Qué es entonces el Presidente? Ignorante, definitivamente no.