Sobreaviso

Tic tac… sexenal

La oportunidad prevalece y el momento urge a revisar la reserva y el alcance del poder. Resuena el tic tac de la cuenta regresiva, ojalá el Ejecutivo se siente y respire hondo.

Si de por sí el tiempo vuela, el ánimo y el arrebato transformador del presidente López Obrador lo precipitaron y, ahora, el tic tac de la cuenta regresiva lo orilla a consolidar los ajustes emprendidos, jerarquizar prioridades, bajarle a la confrontación y preparar la sucesión o, bien, a radicalizar la postura y apretar el paso, asumiendo el peligro del tropiezo, la trampa o el fracaso.

De la actitud política que el mandatario finalmente adopte dependerán no sólo el curso y desenlace del sexenio, sino también el destino del movimiento que armó y encabezó, la suerte de quien pueda sucederlo, así como aquello que a él tanto obsesiona: la memoria de su paso por Palacio.

Síntoma de la circunstancia presidencial es destacar, como parte del informe de gobierno a medio término, una encuesta con percepciones favorables y no una relación de la obra que pudiera amparar y reimpulsar la gestión. No es la opinión pública quien debe rendirle cuentas, es al revés.

Más allá de la voluntad, el reloj sexenal marca la hora en la cual el Ejecutivo debe calcular la reserva de poder y recalibrar su alcance. Qué hacer, qué corregir, qué dejar y qué alistar. En breve, la hora de determinar si toma una avenida o se adentra en un callejón.

El discurso presidencial pierde fuerza y se torna cansino, sobre todo, cuando a casi medio sexenio transcurrido, los ajustes operados no arrojan sus frutos y, por naturaleza, los cambios provocan turbulencias.

Recargar los males del pasado y las dificultades del presente en el adversario; negar la realidad con datos sin sustento; dar por hecho lo dicho; confrontar sin afrontar; jactarse de ser distinto a los antecesores, dejando ver un parecido familiar; denunciar sin castigar la corrupción; tolerar rémoras y cobijar impresentables; subrayar lo evitado y no lo logrado; alentar a los ultras a ir tras los moderados o los leales sin ceguera o contra el extraño enemigo disfrazado; distraer con temas de ayer o personajes de hoy; encabezar sin dirigir al partido; agraviar a sectores sociales que, quizá, lo respaldaron; sobajar a colaboradores con tal de brillar sólo él ante los reflectores… ese discurso ya dio de sí, así se inventen nuevos capítulos, secciones o episodios en la conferencia matutina.

Asimismo –como dicho en otro Sobreaviso, ‘La marcha de los cien días’, la acertada modificación o retoque de los símbolos del poder ya dejaron de rendir dividendos e, incluso, se revierten. El Jetta blanco estacionado; el avión presidencial guardado; los vuelos en aerolínea comercial; la simulada desintegración del Estado Mayor Presidencial; la conversión de la residencia oficial de Los Pinos en museo de sitio ya no constituyen novedad ni generan identidad entre el mandatario y su base social. Falta el paso del símbolo al signo político.

Como todo, las rutinas también agotan y se agotan y, sobra decirlo, el ejercicio del poder desgasta.

A punto de iniciar el segundo tramo del sexenio, lógicamente la realidad dejará caer su peso sobre la esperanza, dejando el resultado como única medida del vínculo entre una y otra, de su cercanía o distancia, de lo real y lo ideal.

En particular, tres cuestiones amenazan esa relación entre deseo y realidad. El deterioro de los servicios públicos o la tibia reacción ante fenómenos naturales y antinaturales –más de una vez cuna de tragedias–, a causa de recortes no bien calculados ni realizados y hechos en favor de programas y obras sin destino cierto. La inseguridad pública y la violencia criminal que, como desde hace años, empapan de sangre la conciencia y cavan fosas en el alma y, ante las cuales, ningún efecto tiene reiterar una y otra vez que todas las mañanas a temprana hora se analiza qué ocurre con ellas. Y la inflación que se alza como una sombra sobre la expectativa económica.

Esas tres cuestiones amagan con una realidad que ningún discurso derrota y ponen en riesgo el trabajo fiscal realizado; la disciplina financiera sostenida; el giro dado en las políticas laboral, sindical y salarial; el replanteamiento de la relación con el poderoso socio y vecino, así como la atención prestada a los pobres…

De ahí la importancia de tomar asiento y respirar, antes de ponerse otra vez en pie de guerra y denunciar de mil un y formas supuestas tentaciones golpistas que, de pronto, quedan como el pretexto para ocultar la incapacidad de encarar y gobernar tanto frentes abiertos sin necesidad o como el afán de construir fantasmas para liberar el miedo.

Falta, pues, por ver si la madurez de quien supo acceder al poder de forma extraordinaria sin tener muy claro cómo ejercerlo con determinación, pero sin rudeza innecesaria, es acicate para reflexionar qué hacer, qué corregir, qué dejar y qué alistar.

El propósito de ejecutar un cambio radical en el régimen político y el modelo económico en el lapso marcado por el reloj sexenal llevó al mandatario a precipitar acciones, muchas de ellas marcadas por el atropello, la zancadilla o el tropiezo. Y, ahora, la actitud política tomada tras las elecciones revela cierta confusión, enojo y desarticulación en las acciones, justo cuando la circunstancia exige claridad, serenidad y reflexión.

Purgar a colaboradores no por ineficientes sino por desleales; mostrar desdén a quienes no se condujeron como él quisiera; entusiasmar y desanimar a posibles sucesores; abrazar a unos y abrasar a otros; descalificar al electorado que no le dio su voto, presumiendo infalibilidad en decisiones y acciones; y radicalizar la confrontación con la prensa perfila a un político reacio a entender la oportunidad que tiene y el momento en que se encuentra.

Ojalá el Ejecutivo se siente y respire hondo, sin dejar de oír el tic tac.

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