Reglamentar el ejercicio revocatorio del mandato presidencial es necesario, pero no prioritario. Hoy, además de la crisis sanitaria y la fragilidad económica, primacía debe tener el fortalecimiento del Estado frente al crimen, a partir de la coordinación, integral y articulada, de la estrategia contra aquel, tenga o no fuero.
Al empeño oficial por reivindicar al Estado ante el mercado y deslindar el campo político del económico, debería agregarse el tesón por separar la política del delito.
De no avizorar la urgencia de operar ese ajuste, la inseguridad y la insalubridad podrían constituirse en los dos talones de Aquiles de la gestión presidencial. No está en la popularidad (ratificación o revocación del mandato) la clave del cierre del sexenio, sino en la gobernabilidad. Confundir las prioridades es tentar la posibilidad de un fracaso.
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Como al conjunto de la sociedad, la pandemia también impone restricciones y sacrificios al gobierno.
Hasta ahora y pese a ello, el Ejecutivo resiste el imperativo de adecuar su alcance. Insiste en mantener el proyecto de nación original, cuando las condiciones han cambiado y reclaman ajustar el límite y el horizonte del mandato.
Estos últimos días, la crisis desatada por la corrupción y el abuso en el Poder Legislativo y el Judicial dejaron ver el desvanecimiento de la frontera entre política y delito, al tiempo que la osadía del crimen lanzó un agravio a la democracia y una afrenta al Estado.
Destinar tiempo, energía y esfuerzo en reglamentar y armar el ejercicio revocatorio del mandato presidencial significaría perder la oportunidad de reponer aquella frontera y marcarle el alto al crimen. Frenar la pusilanimidad política y la impunidad criminal podría ensanchar la acción en otros campos.
El tiempo apremia tomar la decisión.
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La crisis en el Tribunal Electoral del Poder Judicial y en el Congreso de la Unión derivan de la corrupción que, sin castigo, pervierte a la política, vulnera a las instituciones y borra la frontera referida.
La descomposición del Tribunal Electoral viene de origen: en la ampliación del mandato de cuatro de los siete magistrados de la Sala Superior. Hoy, la oposición se escandaliza ante la ya desechada intención de ampliar el mandato del ministro presidente de la Suprema Corte, pero calla haberla llevado a cabo, de un día para otro, con aquellos cuatro magistrados electorales. ¿Se olvidó?
Esa perversión prohijada por el Senado en octubre de 2016 capturó a aquellos magistrados que, obviamente, casaron su actuación al interés de sus padrinos. Luego, vino el segundo tiempo de la perversión. Ya no el Legislativo, sino el Ejecutivo, les apretó aún más los grilletes, haciendo en particular al magistrado José Luis Vargas su rehén principal: le abrió expedientes sobre su presunta corrupción, pero sin proceder en su contra. ¿Quién responde por ello?
¿Cómo creer en la justicia electoral, si los jueces responden al interés político en turno? Ayer como hoy se borró la frontera entre política y delito, y ahora –como si se desconociera el motivo– el Legislativo y el Ejecutivo llaman replantear el Tribunal.
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El tardío desafuero de los presuntos delincuentes Mauricio Toledo y Saúl Huerta que, de diputados pasaron a ser prófugos de la justicia, pone en evidencia el resultado de fincar alianzas en intereses, arrumbando principios. De ello, el dirigente morenista Mario Delgado ha hecho una práctica consuetudinaria.
En el caso particular de Mauricio Toledo, lo sucedido desprestigia en rehilete a los partidos del Trabajo, la Revolución Democrática y Morena. El haber respectivamente incorporado, bautizado y aliado a ese personaje siniestro –en el doble sentido de la palabra– les deja un saldo terrible. Además, al Verde le avisa del posible destino de Ricardo Gallardo en el gobierno de San Luis Potosí; a Acción Nacional, del riesgo de dejar a Jorge Romero la coordinación de sus diputados; a Movimiento Ciudadano, del lance de tener a Samuel García en la gubernatura neoleonesa; y al PRI, del albur de encargar la operación política a cuadros vulnerables.
Si el gobierno, Morena y los demás partidos no asumen en serio la urgencia de separar la política del delito y de escudriñar a los cuadros que promueven y postulan, la pusilanimidad y la impunidad seguirán reinando en la política.
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A la necesidad de reponer aquella frontera, el gobierno requiere coordinar de modo integral y articulado su estrategia contra el crimen organizado.
El desplante criminal de esta semana, atribuido a Nemesio Oceguera, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación, agravia un valor fundamental de la democracia como lo es la libertad de expresión y deshonra por enésima vez al Estado de derecho. Al atentado contra el secretario de Seguridad Pública de la capital de la República y al alarde de fuerza y dominio en vastas regiones del país, agregó ahora la amenaza a la periodista Azucena Uresti y a varios medios de comunicación, exigiéndoles actuar conforme a su interés… y sigue campante.
Si a ese descaro se suma el ridículo en que, hace ya casi dos años, Ovidio Guzmán del Cártel de Sinaloa dejó al Estado con su detención y liberación, es evidente que el gobierno debe marcar el alto a esos líderes criminales y no sólo deplorar su conducta. De no reivindicar la democracia y el Estado de derecho, terminará por empoderar al crimen a costa de su propia autoridad.
Curiosamente, el gobierno cuenta con instrumentos y políticas para afinar su estrategia, pero ese asunto exige otro Sobreaviso.
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Distraerse con la revocación del mandato, en vez de concentrarse en separar política y delito, sería un eslabón más en la cadena de errores en que el lopezobradorismo viene incurriendo.