Es una pena. Varios capítulos interesantes del proyecto de nación y reformas necesarias se están viniendo abajo a causa ya no sólo de las zancadillas, sino de los tropiezos en medio de los cuales se impulsan o implementan.
La irredimible obcecación; la falta de discernimiento entre lo primordial y lo secundario; la predilección por la lealtad y la obediencia (en más de un caso pasajeras) sobre la capacidad y la experiencia, así como la confusión entre símbolos y signos, mandato y dicterio, querer y poder, velocidad y precipitación están provocando que la administración y su partido se den de topes contra la pared del callejón donde se metieron.
Hoy, cuando la fragilidad de la salud y la economía exigen actuar con mesura y sensatez, la desesperación norma la conducta. Así, se está en un tris de desbaratar en vez de consolidar la obra.
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Cierto, cuando se intenta realizar un cambio de régimen en un tiempo limitado por la democracia, la velocidad es un valor fundamental en la política, tal cual lo postula Juan Linz.
La velocidad es clave en un lance de esa magnitud. Sin embargo, cuando no se gobierna, domina y combina el acelerador y el freno, la velocidad deriva en desbocamiento y éste por lo general lleva al traste el ensayo, y más todavía cuando un factor disruptivo –como la pandemia– incide en el intento.
Mucho de eso afloró desde el primer año del sexenio, se agravó en el segundo con la crisis sanitaria y se acendró particularmente en este, donde no se han logrado cimentar las bases del proyecto y las reformas, se han agotado los recursos requeridos y se afrontan los efectos sociales y económicos ocasionados por la crisis sanitaria.
Lejos de replantear el alcance del mandato ante las condiciones impuestas por la dimensión de la faena y, luego, por la pandemia, el Ejecutivo hundió el pie en el acelerador, al tiempo de cometer errores de operación, tales como insistir en emprender reformas condenadas por la carencia de recursos económicos, renunciar a la política, y engancharse en causas menores o pleitos absurdos.
Por si lo anterior fuera poco, se deja escapar la oportunidad de rectificar, ahí, donde todavía cabe la corrección.
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Los errores que han ido eslabonando una cadena de tropiezos no son pocos.
Se dejó ir o se salió de cuadros que suscitaban confianza en la posibilidad de un cambio sin ruptura y, en más de un caso, mostraban conocimiento y convicción. No profesaban la lealtad ciega, pero sí la colaboración sincera, no incondicional. Ese hecho tuvo dos efectos nocivos: impulsó y animó a militantes más interesados en la causa que en el resultado y alejó a sectores sociales y electorales –quizá, no numerosos, pero sí importantes– que se identificaban con quienes salieron del equipo y apoyaban la gestión.
La indefinida relación del Ejecutivo con su partido generó confusión. El mandatario presumió la suspensión de su militancia por ser jefe de Estado, pero luego se comportó como jefe de partido y, tras tolerar una dirigencia desubicada y lastimar a otra ubicada, optó por un gerente de principios no muy firmes. Así se optó por un opaco método de selección de candidatos y por abanderados –ejemplo, el presunto violador y senador, Félix Salgado Macedonio– que ocasionaron costos electorales y políticos o, bien, por alianzas siniestras –con el Verde en la figura del potosino, Ricardo Gallardo– que, a la postre, supondrán un gasto y no una inversión política. Como agregado, se le dieron al partido una tarea tras otra, la consulta popular y ahora el ejercicio revoca-ratificatorio, negándole la posibilidad de estructurarse en serio y, así, va a las elecciones del año entrante, del siguiente y a la grande.
Esos errores condujeron a otro: perder electores de clase media a los cuales, en el colmo del absurdo, se les increpó y confrontó por no haber votado como se quería. Se agravió a las mujeres; se negó la vacuna a personal médico del sector privado; se menospreció a creadores, investigadores y científicos; se lastimó la salud de quienes recurrían a los servicios públicos o requerían de medicamentos… y, aun así, se les reprochó su postura política. La expansión territorial de Morena fue, a la vez, su contracción distrital en áreas electoralmente estratégicas.
En medio de todo, ante la tragedia en la Línea 12 del Metro que golpeó y golpea las posibilidades de Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard como precandidatos presidenciales, el Ejecutivo precipitó el juego sucesorio ampliando artificialmente la baraja, descartando a quienes no tiene en alta estima. Un ardid que no borra lo sucedido y sí, en cambio, desconcentra y mete en una dinámica distinta a quienes suspiran por sucederlo.
Como colofón, se reforzó la idea de descalificar con o sin justificación a la prensa profesional, en vez de reinventar la conferencia matutina presidencial, cuyos rendimientos políticos no son los de antes.
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Al final de esa cadena de errores y precipitaciones empeñarse en realizar el ejercicio de ratificación del mandato presidencial bajo disfraz revocatorio cuando el mecanismo carece hoy de fundamento, reglamento, presupuesto y sentido, al tiempo de pedir confianza –como lo hizo el mandatario el 10 de junio– para emprender la reforma del régimen electoral a partir del afán de ajustar cuentas, del sector eléctrico a partir de la alteración de las reglas del juego y la militarización de la Guardia Nacional sin explicar qué será de la Secretaría de Seguridad, es perder el sentido de realidad.
Pisar más fuerte el acelerador sin considerar la ruta ni las condiciones de ésta no necesariamente elevará la velocidad y sí, en cambio, puede descarrilar el proyecto. Desbaratar en vez de consolidar la obra. Es una pena.