Cierto, a veces es preciso lanzar fuegos de artificio en la política. Inventar o crecer adversarios, debates, problemas, interlocutores o conflictos, a fin de distraer la atención y avanzar, ahí, donde el empeño está verdaderamente puesto.
Es un ardid socorrido que, bajo dominio, con frecuencia rinde frutos pasajeros. Sin embargo, implica riesgos. Cuando el artificiero pierde el control puede terminar provocando un incendio o cuando él mismo sucumbe al hechizo del espectacular efecto visual o sonoro, la distracción termina suplantando al motivo. Cuando lo uno o lo otro sucede, la pólvora se quema en infiernos o infiernillos.
Por lo demás, ¿en cuántas ocasiones no se ha visto al cuetero ser víctima de su propia artesanía?
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Del político perseguido al perseguido político y al fiscal perdido. Si la causa penal en contra del excandidato y precandidato presidencial, el panista Ricardo Anaya, tiene o no sólido fundamento jurídico, ahora, poco importa: se mojó la pólvora, mientras el fiscal dormía el sueño no de los justos, sino de la autonomía.
El cuetero, quien quiera que haya sido, se quedó sin combustible. Durante más de cuatro días, el mandatario se enganchó con la politización que del asunto hizo el presunto indiciado y, hasta el miércoles, la Fiscalía –encabezada por Alejandro Gertz– apareció de mala gana con una desastrada versión pública, diciendo: esa carpeta de investigación es mía. Puede escudar su silencio la Fiscalía en el respeto al debido proceso o en el ejercicio pleno de su autonomía, pero no por ello despreciar el acceso a la información (aún limitado por el proceso jurídico) ni la obligación de rendir cuentas.
Por lo pronto, el excandidato presidencial y Acción Nacional (no la dirección desde luego, ojalá algún día ese partido resuelva nombrar dirigente) tomaron la ofensiva, gracias a la pobreza argumentativa de la Fiscalía que provocó una carambola: dejó mal parado al Ejecutivo, quien cayó en el garlito de Ricardo Anaya; puso en evidencia la falta de comunicación entre la administración y la Fiscalía; restó credibilidad a la procuración de justicia y el combate a la corrupción, dejando en el aire si hoy como ayer se les utiliza como ariete contra el adversario político; y dio ventajas, al menos por ahora, a Ricardo Anaya.
Fuego o no de artificio, éste parece haberse cebado… pero falta por ver qué sigue.
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La reforma electoral, un debate sin materia. Desde antes de los comicios de junio, cobra calor la discusión sobre la pretendida reforma electoral que impulsará la administración, y más de un actor se ha enganchado con el asunto, cuando ni siquiera hay un proyecto ni los votos parlamentarios requeridos para llevarla a cabo.
En ese debate sin materia, excesos y provocaciones se han tomado como los ejes de la reforma: desaparecerán los órganos electorales; la organización se llevará a Gobernación y las impugnaciones a la Corte; se relevarán a todos los consejeros y magistrados; se adelgazará al Instituto y eliminarán a los Órganos Públicos Locales Electorales… y a esas expresiones incendiarias se les podría agregar carga explosiva: se votará con boletas hechas en papel revolución o a mano alzada en las secciones electorales.
Lo asombroso es que hay quienes, de inmediato, se pusieron a estudiar la biografía de los niños héroes y ensayan cómo envolverse en la boleta nacional para, de ser necesario, arrojarse desde lo más alto de una urna en defensa del castillo de la pureza electoral, donde igual se vota y se bota con papeleta y con plomo.
El fuego de artificio ha llamado poderosamente la atención, al punto de atrincherar las posturas y, en el rejuego y refuego, se anula la posibilidad de reformar en serio al Instituto que, obviamente, requiere de ajustes en su presupuesto, estructura y función.
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En sus marcas, listos… ¡quietos!, adónde van. La tragedia en la Línea 12 del Metro colocó en un apuro a dos precandidatos presidenciales: Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard.
La reacción fue a bote pronto. El mandatario amplió artificialmente la lista de suspirantes, al tiempo de limitarla, a fin de diluir el efecto dañino sobre los dos más fuertes. El riesgo, doble: precipitar la sucesión y, no destapar, sino tapar a quien no se quería ni quiere en la lista, destacadamente Ricardo Monreal. La consecuencia, tener por operador parlamentario en el Senado a quien ya le hizo saber, aun con el matiz posterior, no gozar de su confianza ni estar en su baraja.
El fuego de artificio distrajo a muchos, pero alertó a otros… y, ahora, encartados y descartados en la sucesión actúan en función de aquel interés, cuando el momento exige actuar de conjunto.
Con freno de mano (o de dedo), pero igual precipitó la carrera presidencial.
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La historia no es como la cuentan, sino como la reinterpreto. Por temporadas, la revisión de la historia nacional inflama la discusión.
Fechas, efemérides, roles, versiones, interpretaciones e, incluso, la nomenclatura de plazas y avenidas se ajustan a modo para construir una nueva narrativa, en la cual embone la pretendida cuarta transformación. El ejercicio a veces es interesante, pero también ridículo porque deja de lado el presente y se desentiende del futuro. Se rebota entre los puntos suspensivos y el punto final ante el paso, pero con tanto pendiente el rescate o la reinterpretación pierde sentido.
El hechizo de querer avanzar viendo el espejo retrovisor es abrir discusiones sobre ancestrales preocupaciones, sin ocuparse del momento y lo que sigue.
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Esos y otros fuegos de artificio son brillosos, pero le restan brillo al horizonte o dejan sin resolver angustiantes problemas que advierten un porvenir incierto.