A saber cuál será el desenlace de la iniciativa presidencial para reformar al sector eléctrico y las eventuales consecuencias económicas que pueda acarrear, pero su efecto político dejará dividendos al gobierno y su partido de cara a la sucesión presidencial.
Si la anterior reforma estructural en ese campo no fue producto de un pacto por México, sino de un acuerdo cupular de las dirigencias políticas y partidistas participantes –con presuntos sobornos de por medio–, la de ahora parte de otra idea. Colocar contra la pared al partido tricolor que desde hace más de tres décadas es bicolor y dejar mal parado al partido albiazul, cuya reelecta dirección no ata ni desata.
Desde esa perspectiva, quizá el presidente de la República busca provocar una carambola de tres bandas, donde aun perdiendo la posibilidad de replantear el rol del Estado en la generación y despacho de energía eléctrica, obtendrá dividendos políticos, propagandísticos y, a la postre, electorales.
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Lo lamentable del asunto es que, ayer como hoy, el diseño de políticas públicas de largo alcance, cuya maduración exige más de un sexenio, no surgen del acuerdo conjunto de las fuerzas políticas que, aun con sus límites –derivados naturalmente del equilibrio de diferencias y coincidencias entre actores y factores de poder–, le den perspectiva al país y repongan el horizonte.
Esas políticas más o menos funcionaron mientras la alternancia se dio entre el PRI y el PAN, cuyas diferencias eran de matiz y, aun así, ni uno ni otro las consolidó, así las hayan elevado a rango constitucional, al tiempo de ignorar su efecto social. Fincadas en la hegemonía compartida las impusieron, descartando la posibilidad de una alternancia de signo político contrario al suyo y, con ello, dejaron expuesta su fragilidad.
Ahora la historia se repite en sentido inverso. El pivote donde reposa la nueva reforma presidencial que revierte la anterior es el de la fuerza y la audacia política para imponerlas, dejando otra vez expuesta su fragilidad que más adelante puede reaparecer. De prosperar, como la anterior, la nueva reforma quedará sujeta al vaivén sexenal, sin garantizarle perdurabilidad ni replantear con certeza la frontera entre el Estado y el mercado.
Con la estrechez de miras con que se conducen las dirigencias políticas y actúan sobre ellas los factores de poder informal, el país rebota, avanza a paso lento y con tropiezos, haciendo del beneficio, desarrollo y progreso, patrimonio exclusivo de la fuerza política hegemónica en turno y del sector social al que responde, frustrando un auténtico proyecto nacional.
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A partir de esa lógica y consciente de carecer de los votos parlamentarios necesarios para sacar adelante la reforma constitucional, el Ejecutivo no dudó en enviarla al Legislativo porque, al margen de su suerte, podrá derivar dividendos importantes.
La sola presentación de la reforma provocó que la alianza opositora –impuesta desde fuera a sus integrantes– se tambaleara, colocando en un apuro o ridículo a la dirigencia de Acción Nacional. La fuerza albiazul reoxigenó electoralmente al PRI en el Congreso, a partir de una ilusión: con el proyecto construido de consuno durante las últimas décadas, esa acción concluiría ya no en una vergonzante, sino en una manifiesta alianza político-parlamentaria para frenar a Morena y, más tarde, desplazarlo del Poder Ejecutivo.
Esa alianza, sin embargo, incurrió en un doble error. Dar por sentado que el modelo económico desarrollado no requería ni requiere de ajuste alguno y, por lo mismo, con reponer su curso y desoír el reclamo social podría continuar. Bajo ese concepto, cayó en el segundo error: oponerse sin proponer y, así, la dirigencia albiazul acrecentó la ilusión.
El colmo de la circunstancia en que hoy se encuentra Acción Nacional es que ha reelegido a Marko Cortés como su presidente, aun cuando no alcance la estatura de dirigente.
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El Revolucionario Institucional, a su vez, ha venido pateando el bote de su redefinición desde hace décadas.
Desde fines de los ochenta ha pasado del nacionalismo-revolucionario al liberalismo social y, de ahí, a una vaga idea socialdemócrata sin tomarse en serio su praxis política y, peor aún, haciendo de la corrupción el pegamento no de su unidad, sino de su complicidad. No debate ni acuerda a su interior, agandalla; ajusta sus documentos básicos al son de la coyuntura en turno, y de su dirección ha hecho botín de tecnócratas y políticos, según la correlación de fuerzas e intereses dominantes sin reparar en los desprendimientos abiertos o encubiertos que lo debilitan de más en más, al tiempo que decrece su preferencia electoral. Ahí se explica el tráfico de priistas al panismo o al morenismo.
Por si algo faltara, durante este sexenio ha colocado como dirigentes, mandos o coordinadores a cuadros sobre los cuales pesa la sombra de la sospecha o la certeza de su corrupción, anulando su margen de operación o doblegándolo a favor del gobierno. En suma, ha sido incapaz de redefinir su rol y reubicarse en la escena.
Hoy, ante la iniciativa presidencial de reforma al sector eléctrico, lo atenaza esa cauda de problemas y afronta una triple opción: definirse, escindirse o extinguirse. Aunque, tras años de simulación, puede intentar seguir en ese juego y transar de nuevo sin entregar recibo.
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Desde esa óptica y, valga la reiteración, al margen de las consecuencias económicas, ambientales e internacionales que la eventual aprobación de la reforma del sector eléctrico podría acarrear, el presidente López Obrador ha hecho una nueva inversión que le puede dejar dividendos políticos, propagandísticos y, a la postre, electorales.