Sobreaviso

Acción y reacción

La acción y la reacción política trazan y borran el horizonte, haciendo de la política pendular la expresión de la imposibilidad nacional.

Entre la acción y la reacción, el país sigue donde por años ha estado: la fatiga sexenal, el desacuerdo nacional y la política mediocre que, como traza, borra adrede o sin querer el horizonte nacional, mostrando incapacidad y ahondando el desencuentro.

Una y otra vez, la clase política y sus adherencias han coloreado el paraíso en el lienzo del infierno sobre el bastidor del reiterado fracaso nacional.

Los iluminados de ayer critican al iluminado de hoy y, absurdamente, ninguno arroja luz sobre el porvenir.

Conjugar ese tiempo, el futuro, les aterra por miedo a lo desconocido o, mejor dicho, por temor a perder la clientela seducida con esmero o lo conseguido en la política cupular o popular. En esa lógica, con la frente en alto –¡ah!, cómo les gusta la frasecita–, nunca miran hacia adelante, sino hacia atrás en busca del pasado añorado, reciente o remoto, dando retroceso por progreso, como quien da gato por liebre.

Así, en su turno y oportunidad, más apagados que iluminados, unos y otros se lanzan al mar de la política con chaleco salvavidas, sin quitar la vista de la orilla y ubicando algún puerto de abrigo que, por lo general, es fácil de encontrar en alguna justificación elaborada a la medida. No los llama navegar, sino flotar, aun cuando se crean viejos lobos de mar.

Ni por error se les ocurre fijar rumbo de común acuerdo, mucho menos remar de conjunto al mismo ritmo. A fin de cuentas, dejan a la corriente, la resaca o el azar deparar el próximo destino que siempre resulta ser el mismo: el punto original de partida, hogar de la frustración sexenal.

Lo paradójico es que, pese a sus supuestas diferencias, la acción y la reacción usan la misma tarjeta al ofrecer sus servicios.

A su modo y estilo, con lenguaje sofisticado o llano, cada uno presume estar resuelto a sanear a México, modernizarlo, cambiarlo, moverlo o transformarlo y, así, por los sexenios de los sexenios –como quien dice, por los siglos de los siglos–, el país queda igual o peor, dando tumbos sin parar. Y, eso sí, al momento de justificar por qué no se satisfizo la expectativa generada, vuelven a coincidir: por la culpa del contrario, la falta de condiciones o el entorno adverso, echando mano de un juego de espejos que anule el reflejo del propio error.

Algunos de ellos van más lejos. Aderezan la justificación con los más insólitos argumentos: porque pesa más la tradición que la modernidad, por el error de diciembre, por retirar los alfileres de la economía, por no quitarle el freno al cambio, por la incomprensión de lo hecho, porque no fuera a suceder algo y a veces es mejor que no pase nada, por los moches, por la ‘casa blanca’, por la confusión entre derechos y privilegios, por aplicar la ley sin impartir justicia, porque el conservadurismo echó a volar los zopilotes, por la corrupción que ha hecho metástasis en el sistema.

Y, así, de a tiro por sexenio, el país toca a las puertas del primer mundo sin abrirlas, convierte la alternancia en turno sin alternativa, crece poco con nulo desarrollo, cambia y recambia las leyes para incumplirlas, convive de más en más en condominio con el crimen, hace y deshace sin definir con claridad qué quiere y puede hacer… y, así, se preserva la realidad tal cual, jurando que es totalmente distinta. Ya chole con tus quejas.

Entre el gradualismo a paso lento que nunca llega adonde va y el radicalismo desbocado que tropieza sin saber adónde va, la política pendular ha hecho de la inseguridad, la incertidumbre, la desigualdad, el crecimiento mediocre y la frustración el hábitat natural de la imposibilidad nacional.

Se puede cambiar la nomenclatura de la política social, rebautizándola cada sexenio, pero mientras no resuelva el problema nodal del empleo, la solidaridad, la oportunidad o el bienestar nomás no va a aparecer. Se puede hacer de la Secretaría de Seguridad una dependencia quitapón o la fachada de la militarización, pero mientras no haya una política y estrategia de seguridad transexenal, nomás no habrá paz y justicia en el país. Se puede litigar sin resolver el espacio del Estado y el mercado, moviendo la frontera al ritmo sexenal, pero mientras no haya un acuerdo nacional será un simple torneo de fuerzas. Se pueden crear mil y un contrapesos con autonomía, pero si esa singularidad se pervierte, convirtiéndola en opacidad o impunidad en la actuación, no habrá equilibrios. Se puede transformar la Procuraduría en Fiscalía, pero si ésta sigue siendo ariete político contra el adversario, nomás no se va a procurar justicia. Se pueden excluir o desterrar o mandar al rancho de Palenque a quienes no están de acuerdo con la política sexenal en turno, pero así no se reconstruye la nación. Se pueden descentralizar o recentralizar funciones de la administración, pero ello no implica necesariamente constituir un gobierno.

Se pueden muchas cosas, pero el ejercicio del poder en una democracia es mucho más complejo que el capricho de la acción o la reacción política.

Hoy, bajo el disfraz de estar en tiempo de definiciones absolutas, ni quién quiera colocarse al centro, debatir en serio y mucho menos buscar acuerdos. No hay ánimo político para determinar qué se quiere y qué se puede, qué ajustes es menester realizar sin llegar a la ruptura o practicar la política pendular que, al final, inmoviliza al país.

Se llama a formar filas con la acción o la reacción política, a apostarle al éxito o fracaso de la una o la otra, a jugarse el país en un volado… y, luego, a hacer quinielas sobre quién pueda encabezar el próximo sexenio cuando, en el fondo, de seguir por donde vamos no importa mucho quién sea.

Fatiga la mediocridad de la acción y la reacción política que traza y borra el horizonte nacional.

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