El desplante está claro, el horizonte no. Y, entre esos polos, el presidente Andrés Manuel López Obrador está resuelto a jugarse su proyecto, incluida la nación.
Quienes minimizan el mitin de antier a un asunto de entusiastas acarreados ante un líder obsesionado o lo califican de una mañanera callejera vespertina, pronunciada de corrido, resisten ver lo sucedido. La recuperación de la plaza pública como el espacio natural del mandatario y el reencuentro con los suyos anticipan un muy próximo futuro tan tenso como incierto que, a la postre, arrojará un nuevo estadio nacional, cualquiera que este sea.
Con más contundencia que inteligencia, el Ejecutivo se ancló en su postura: consolidar la pretendida transformación, apoyarse en la fuerza armada como fuerza de tarea, activar el movimiento para evitar su desmadejamiento, ratificar y fortalecer el mandato burlando la revocación y, entonces, resolver la sucesión a fin de darle perspectiva transexenal a su intención. No descarta, pero no se propone realizar un buen gobierno, sino ejecutar un cambio de régimen, sin tener muy claro en qué consiste eso.
Sin nostalgia por el centro ni el equilibrio, el mandatario fijó postura –como dijo– sin medias tintas ni zigzagueos, ojalá no afectado por los vítores y aplausos de los suyos al encontrarse de nuevo. No dejó sombra de duda. La interrogante es cuándo harán lo propio y tomarán acción seria quienes, desde la tribuna, el despacho, la barrera, el café, la consultoría, el celular o la tecla, se quejan tanto de él. Vituperios, susurros, burlas, manifiestos, consejos, memes o sentencias son el desahogo de su malestar, pero no inciden en la situación.
Hasta ahora lo único que puede alterar la voluntad y la ruta presidencial es la circunstancia económica externa e interna que, eventualmente, pondría en su lugar al mandatario, pero desarticularía al país. Dejar a la adversidad la suerte del próximo destino sería una perversidad.
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El mandatario recuperó con sus mandantes su hábitat natural: la plaza pública.
Tras verse relativamente confinado en Palacio durante los dos últimos años y resistir desde ahí, Andrés Manuel López Obrador no perdió oportunidad la tarde del miércoles para mostrar su respaldo y mostrarse ante él, aprovechando para confirmar o enviar varios mensajes. Mostró fuerza y liderazgo, identidad con sus representados, así como una popularidad y credibilidad difícil de entender, cuyo anverso exhibe qué distante de la gente estaba y está la clase política tradicional. Aquella que supuestamente resolvía el porvenir en los pasillos, las recámaras y los salones del poder, haciendo del acuerdo cupular la catedral de su credo y, aun hoy, insiste en hacer política desde ahí, sin poner un pie en la calle y toparse con la realidad.
Lo del miércoles se veía venir. Durante los años de relativo encierro, el presidente López Obrador fue saliendo de los compañeros de viaje que, durante la campaña, hicieron pensar en una reforma radical, pero con centro y equilibrio. Salió de ellos como también de los afines, pero desobedientes. Así, poco a poco fue llevando el mandato más allá del límite, sin importarle perder a los sectores sociales que en esos colaboradores depositaron la confianza y en las urnas su voto. Lo de antier es la evidencia de ello.
Se veía venir aquello, como también lo que quizás a la postre constituya una fisura en el movimiento: la inasistencia del senador Ricardo Monreal al mitin. Quizá, la prudencia le recomendó no ir adonde no sería bien visto, pero lo cierto es que, de no llegar a un entendimiento, la inasistencia derivará en despido o renuncia. Y, luego, se verá si Marcelo Ebrard se siente a gusto en la segunda fila de templetes y presídiums, cuando la jerarquía en el gabinete le destina el asiento donde sonríe Claudia Sheinbaum.
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Pese a lo absurdo, lo siguiente es el impulso de la revocación del mandato presidencial para ratificarlo.
El estreno del mecanismo de participación directa, ciertamente elevado a rango constitucional por el presidente López Obrador, tiene por virtud instalarlo en el ánimo ciudadano y la cultura política, pero tiene por vicio aplicarlo en sentido contrario a su propósito: ratificar, en vez de revocar.
Juega a más de tres bandas el Ejecutivo. Beneficiarse del ejercicio aplicándolo en sentido inverso, tomar un segundo aire más allá de la mitad del camino para intentar asegurar la pretendida transformación e imponerlo al sucesor y los siguientes como un filtro extra al mandato recibido. No hay dinero suficiente para la inversión pública, pero sí para el despilfarro político.
En la apariencia es toda una contradicción ratificar el mandato al tiempo de precipitar la sucesión presidencial, pero quizá no lo es tanto. El Ejecutivo se ratifica en el poder sin violentar el periodo sexenal, borra con el aceleramiento del juego sucesorio la supuesta tentación reeleccionista y le deja ver a quien ocupe la candidatura presidencial cuán fuerte es, así decline su estrella.
En esa lógica, no habrá por qué sorprenderse si semanas después de la consulta de la revocación, se destapa la corcholata favorita para que emprenda una larga campaña con estación terminal en Palacio Nacional, donde despacha el encuestador mayor de Morena.
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Más allá del acuerdo o el desacuerdo, la postura presidencial es diáfana.
Reitera a dónde quiere ir, aun cuando no tenga clara la ruta, aun cuando confunda querer con poder.
Por eso cobra fuerza la interrogante planteada líneas arriba: ¿cuándo van a reaccionar los factores y actores de poder confrontados con el mandatario? Entre gritos y susurros han hecho saber qué no quieren, pero no qué sí quieren. ¿O es que resisten, pero no aguantan?