Sobreaviso

Desistir, insistir y dialogar

Así como no se puede dialogar contra el paredón y frente al pelotón político, tampoco se puede negar la necesidad de reformar al régimen político y electoral.

Sólo si la dirigencia de Morena se desiste públicamente de acusar por traición a la patria a los diputados que votaron contra la reforma eléctrica y reencauza la relación con el bloque opositor a la política, el presidente de la República podrá insistir en atender la iniciativa de reforma electoral recién propuesta. Es imposible dialogar contra el paredón y frente al pelotón político.

Sin tal rectificación, probablemente el proyecto legislativo presidencial se irá a la basura, junto con el compromiso y la necesidad de ajustar el sistema electoral. Como en el caso de la reforma del sector eléctrico, quedará otra vez duda de si el mandatario lanzó la nueva iniciativa sólo para polarizar aún más el ambiente, convertir la confrontación en bandera de campaña y disfrazar como ardid político el ejercicio del no poder.

Pese a la descabellada idea de proponer elegir consejeros y magistrados electorales a través del voto, la reforma electoral tiene méritos y corrige vicios. No asombra el rechazo ya anunciado por la oposición: pega en el corazón de intereses económicos y políticos de los partidos, incluidos los de los aliados de Morena. Sí, en cambio, el llamado abierto o soterrado de algunos académicos, analistas, intelectuales, especialistas y exconsejeros electorales prestigiados y desprestigiados –todos con supuesta vocación democrática– a desecharla e, incluso, a no entablar debate alguno en torno a ella, a sabiendas de su pertinencia.

Si la iniciativa no es un simple ardid –politiquería, diría el mandatario–, Mario Delgado debería contener la gana de llevar ante el Ministerio Público a los diputados opositores. Sólo así la reforma electoral tendría cierta posibilidad. Sin ese desistimiento, los partidos en su conjunto, Morena entre ellos, dejarán constancia del denodado esfuerzo de hacer todo para no hacer nada con el régimen político y electoral.

So pretexto de defender al Instituto Nacional Electoral ante el supuesto peligro de ser desmantelado, quienes repudian la iniciativa de reforma recurren a algo que supuestamente abominan: llamar a no moverle ni una coma a la legislación electoral.

En cuanto al financiamiento público de los partidos, la oposición y la resistencia fingen amnesia ante un hecho: las prerrogativas son excesivas, haya o no elecciones crecen año con año, no cumplen con su propósito y sí, en cambio, han generado dos problemas.

La fórmula establecida en la Constitución para entregar recursos públicos a los partidos es póliza de garantía de una fortuna que no obliga a elevar la calidad de la política. Aunado a ello, el dinero que la ciudadanía da a los partidos no ha impedido que estos acepten recursos de no importa qué patrocinadores o fuentes. Gastan dinero limpio y sucio, y la autoridad electoral no ha mostrado cabal capacidad para fiscalizarlos.

Lo peor. Las prerrogativas han acarreado un doble problema: su control y gasto son botín en disputa de los grupos hegemónicos al interior de los partidos, al tiempo que –por no tener problemas de financiamiento– se han alejado de la ciudadanía, reduciéndola a condición de elector cuando hay comicios.

¿No cabe revisar el monto de las prerrogativas de los partidos?

Reducir de 500 a 300 el número de diputados y de 128 a 96 el de los senadores no es una locura y sí atiende un reclamo ciudadano, sin vulnerar principios de la democracia y la representación proporcional.

Puede debatirse si es preciso ajustar los números, pero no el que –al menos, en el caso del Senado– cuando se aumentó a 128 el número de escaños se satisfizo el interés de los partidos por tener más posiciones de reparto entre los suyos, pero no una demanda ciudadana ni una necesidad del órgano parlamentario.

En cuanto a la Cámara de Diputados, elegir a sus integrantes a partir del listado que, en cada entidad y con base en la población, presenten los partidos es interesante y puede afinarse. Ello podría fortalecer la democracia, así como la expresión y representación estatal de los partidos, restándole peso a las dirigencias (a veces, burocracias) nacionales que en las listas plurinominales colocan, sí, cuadros especializados, pero también a cuadros privilegiados a capricho.

Explorar esa propuesta podría hacer menos oneroso y más eficaz al Legislativo que, hoy, produce leyes y debates de bajísima calidad. ¿No conviene revisar la integración y composición del Congreso de la Unión?

Tampoco es absurdo examinar la función e integración del Instituto Nacional Electoral y de los Organismos Públicos Locales Electorales.

Quienes se rasgan las vestiduras ante el temor de que una sola autoridad electoral se encargue de los comicios nacionales, estatales y locales, olvidan o callan un detalle. En 2013, el cambio del carácter federal a nacional del instituto electoral apuntaba en la misma dirección adonde ahora enfila sus baterías la iniciativa presidencial. En aquel entonces se argumentó que el órgano electoral federal debería poder intervenir en las elecciones estatales, donde los gobernadores metían las manos.

Hoy critican la centralización que ellos alentaron ayer. ¿En qué quedamos?

A ver si el Ejecutivo rectifica la postura adoptada por su partido ante los diputados opositores a fin de darle oportunidad a su proyecto de reforma: no basta decir que hizo lo que debía, sin poder hacer nada. A ver si la oposición y la resistencia reconocen que, más allá de la fama mundial del órgano electoral, conviene que la democracia deje de ser cara por querida y por costosa.

Hay, pues, que moverle las comas al régimen político y electoral, bajarle a la confrontación, subirle al diálogo y la negociación… dejar de tirarse los cabellos.

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