El tiempo y la velocidad en un proyecto como el pretendido y emprendido por Andrés Manuel López Obrador han sido tema constante en este espacio. Por lo mismo, no sorprende que ahora la preocupación presidencial gire en torno a ellos. El tiempo se vino encima y los fondos se agotaron.
No en vano, durante la conferencia de antier, al responder si preveía ir de gira a Sudamérica, el Ejecutivo respondió que ya le queda poco tiempo y reflexionó: “Si me dicen: ‘¿Cuáles son dos preocupaciones?’ De acuerdo a (sic) mi trabajo, diría: el tiempo y, en segundo lugar, el presupuesto. O sea, el tiempo para que podamos concluir y el presupuesto para que podamos financiar las obras sin endeudar al país, y que tengamos los ingresos propios.”
No asombra la inquietud. Sí que, consciente de esos dos factores, el mandatario no haya fijado prioridad y ritmo a su gestión ni reconocido el límite y el horizonte impuesto por la circunstancia a su intención. Privilegió táctica sobre estrategia. Y, en un absurdo, postergó o ignoró reformas clave en un cambio de régimen (la político-electoral y la fiscal), impulsando otras no fundamentales (v. gr. la descentralización de la burocracia). Por si algo faltara, sin llegar a la mitad del sexenio, precipitó la sucesión que, si bien le dio alguna ventaja, ahora le reduce el margen de maniobra y le hace perder concentración tanto a él como a su equipo.
Según el Ejecutivo, le restan dos años y cuatro meses en el ejercicio del poder, pero es menos. El tiempo político no empata con el tiempo calendárico, menos después del recorte que él mismo le aplicó. Queriendo ganar tiempo, lo perdió y no supo discernir entre voluntad y realidad. Confundió desbocamiento –en el más amplio sentido de la palabra– con velocidad. Quizá, por eso ahora manda al carajo a quienes lo cuestionan, impugnan o resisten.
Al carajo, según el diccionario, expresa “fuerte rechazo de algo o alguien”, no alude a la canastilla del palo mayor de una carabela, desde la cual el vigía o la serviola otea el horizonte.
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Tras el respiro económico de estos últimos días, viene el sofoco político.
Desde luego la conclusión, pero sobre todo el resultado electoral en los seis estados donde el domingo 5 de junio se jugará la gubernatura, quizás ensanchen el margen de maniobra presidencial. A condición, claro, de que Morena sume en total veintidós o veintitrés gobiernos estatales bajo su control y dominio. (Por cierto, los consejeros escuderos del Instituto Nacional Electoral tan atrincherados están en ese órgano que ni siquiera se han asomado a ver esos procesos o, al menos, cuánto ocurre en Tamaulipas.)
La percepción de un partido o movimiento imbatible, de seguro, le dará aire al mandatario en este tramo de su gestión, pero esa oxigenación se transformará en asfixia cuando nominados y no nominados a sucederlo pierdan ese campo natural (como lo son las campañas de los correligionarios a los que apoyan y en los cuales se apoyan) para expresar su propia y legítima ambición. ¿Qué nuevos foros, modos y recursos utilizarán para mostrarse y ganar simpatizantes, sin desatender o distorsionar la función pública o la representación popular que desempeñan o encarnan?
Y, luego, ¿qué tanto resistirá la civilidad política dentro de Morena antes de que las diferencias entre quienes buscan la candidatura presidencial animen a sus huestes a cargar contra el adversario interno? ¿Dirá Mario Delgado que los traidores a la patria infiltraron cómplices en el movimiento? ¿Terminará en el paredón político quien rechace las encuestas como método de selección de la estrella favorita? ¿Habrá ruptura?
Tras los comicios de junio, la contienda por la candidatura presidencial será más dura porque, sobra decirlo, en la lucha por el poder, la cosa es ganar, no competir. Y haberla precipitado contaminará la acción de gobierno y le restará tiempo. Queriendo resolver un problema, el mandatario armó uno más grande.
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A la par de ese enredo de muy difícil solución, vendrán tres más.
Al inicio del próximo periodo de sesiones en el Congreso, dos asuntos clave estarán sobre la mesa: el Presupuesto y la reforma electoral. Si la reforma presidencial propuesta no es instrumento de negociación desechable, sacar el Presupuesto que preocupa al mandatario no será sencillo. Menos al considerar que el coordinador de los diputados de Morena, Ignacio Mier, está en problemas y no muestra ser un gran negociador, y que el de los senadores, Ricardo Monreal, no está más en el ánimo presidencial (hace once meses el mandatario no lo llama, recibe ni destituye) y el interlocutor designado para atenderlo, el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, ahora es un nominado más en la sucesión. ¿Cómo coordinar la acción del Ejecutivo y el Legislativo?
Otra cuestión que consumirá tiempo al mandatario se relaciona con la inseguridad y la corrupción. Firme en llevar a cabo su proyecto en sus términos, al parecer el mandatario no ha calibrado el malestar social que larva la falta de resultados serios ante la violencia criminal, como tampoco la percepción que el combate a la corrupción es selectiva y vengativa, simple herramienta para inhibir, amedrentar o castigar al adversario y sin efecto sobre el amigo o el aliado.
Por último, la prisa al desmantelar instituciones y servicios del Estado abominados por el gobierno es lentitud –por decir lo menos– al armar las nuevas estructuras sin tener claro si funcionarán algún día, siendo que tocan derechos y obligaciones fundamentales.
Esos asuntos le restan capacidad, tiempo y legitimidad de acción al mandatario y su gobierno.
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Es comprensible la preocupación presidencial: faltan tiempo y recursos, sobran problemas.