Sobreaviso

Obra sin varillas

Dar banderazos, cortar listones o declarar inaugurado algo ya no garantiza una obra hecha y funcional. Se pueden concluir obras emprendidas, a riesgo de dejar caer las hechas?

Pese a la obsesión presidencial de no dejar nada inconcluso al término de su mandato, muchas de las obras emprendidas –materiales e inmateriales– se llevan a cabo sin asegurar su objetivo, estructura y funcionalidad.

Se entiende desde luego que, en el afán de dejar huella o, más aún, de aparecer como el autor de un supuesto cambio de régimen, tiempo y velocidad han sido claves en el proceder del Ejecutivo. Sin embargo, privilegiar esos factores en el propósito de trascender como el precursor de una nueva época sin valorar otros o considerar la circunstancia, lo está entrampando y confundiendo, al punto de frustrar la expectativa social aun cuando la popularidad personal sea más que aceptable.

El mandatario corre el peligro de pasar a la historia no como quisiera, sino como un político cuyo legado es una obra sin cimientos ni varillas. La prisa y la angustia lo están haciendo su presa.

Ese entrampamiento está generando un batiburrillo que increíblemente aun festejan quienes veneran con fervor y miedo a su líder.

Un desconcierto en el cual el mandatario confunde elección con revolución, obra tangible con intangible, innovación con simulación, uso con abuso de la palabra, movimiento con inercia, batalla con guerra, idea con lema, tratado con desacuerdo, tapados con descubiertos, principal con accesorio, modestia con soberbia, voluntad con realidad…

En tal condición, el mandatario afronta el peligro de perder la brújula y, con ella, la posibilidad de llegar adonde quería, cerrar bien el sexenio y darle margen de maniobra a quien lo sucede. Sin reconocer límites, es imposible fijar horizontes.

Convierte sin querer el proyecto en una apuesta, y asombra que sus colaboradores –sobre todo, aquellos que sí conocen el campo donde operan y están convencidos de la necesidad del cambio– no logren mostrarle el filo del peligro y convencerlo de no apoyar ahí la mano ni el gobierno.

De la claque que aplaude hasta los errores ya no sorprende nada.

El movimiento articulado en cuestión de años bajo el liderazgo de López Obrador es, quiérase o no, una obra política mayúscula.

En un plazo muy breve esa formación se hizo de la fuerza y la organización necesarias para hacerse de la presidencia de la República, la mayoría legislativa y, más tarde, de una veintena de gubernaturas, así como del control de múltiples legislaturas locales, sin hablar de ayuntamientos.

Pese a ello, el mandatario pareciera no concebir ni respetar ese movimiento como una obra política que exige su consolidación y aseguramiento, a fin de valerse por sí mismo y no depender sólo de su líder. No, el mandatario reduce esa obra a un simple instrumento o vehículo para acceder al poder y, en tal condición, la dinámica del movimiento es la de la inercia que, a saber, hasta cuándo dure. Sobre todo si, en verdad, López Obrador se aparta de la política al concluir el sexenio.

Lo grave es que ese concepto del movimiento prevalece no sólo en aquellos políticos que, sin la convicción de los fundadores, lo usan para su interés y beneficio personal, sino también en más de uno de quienes buscan hacer suya la candidatura presidencial.

¿Por qué desbaratar una obra, en vez de concluirla?

La misma conferencia presidencial matutina con la que el Ejecutivo dio un giro radical a la comunicación política, ahora transita de la innovación a la simulación y, de ahí, a la regeneración de muy viejos esquemas.

Pueden oficialmente negarlo, pero la mala administración y el abuso de ese interesante recurso están reproduciendo viejas y execrables prácticas de manipulación y corrupción de antaño conocidas en el periodismo. El premio a la docilidad y la mansedumbre de quienes formulan preguntas a modo o señalamientos vendidos para resaltar o golpear algún personaje borra hasta anular aquel giro. No entraña ninguna novedad.

Podrá argumentarse que se hace lo de siempre, que es el antídoto ante la postura de la prensa dominada por los intereses particulares o, bien, que el fin justifica la conferencia. Si es así, más vale entonces dejar de decir que ya no es lo de antes. Es lo mismo.

En la soledad de Palacio y por no dejar, el Ejecutivo debería preguntarse qué pensarían Carlos Monsiváis, Miguel Ángel Granados Chapa y Julio Scherer García de la degradación de esa política de comunicación que hoy se presume como única y distinta.

En el ámbito de la obra material asombra cómo con tal de dejar su propia huella, el mandatario descuida, abandona o deja caer otras ya hechas, llámense vacunas para niños, programas escolares o instalaciones físicas.

Haya sido o no un desliz, cuando el jefe del Ejecutivo señala –como lo hizo el pasado miércoles 27 de julio– que la terminal dos del aeropuerto Benito Juárez está en peligro de derrumbarse y provocar una desgracia, lo conducente sería cerrarla y no sólo apuntalarla. Advertir una posible tragedia y rematar diciendo que ya otro gobierno tomará una decisión de fondo “por lo que significa para nosotros de inversión y no quiero dejar nada inconcluso”, obliga a pensar en un humanismo sin humanidad.

¿Se pueden concluir obras emprendidas, a riesgo de dejar caer las hechas? Ojalá no haya un sismo.

Ejemplos como los anteriores, muchos otros de índole social, política o económica se podrían citar.

El punto es que, próxima la última fase del sexenio, el mandatario debería revisar lo hecho, y determinar qué obras es menester reconocer, asegurar y rescatar. Dar banderazos, cortar listones o declarar inaugurado algo ya no garantiza una obra hecha y funcional.

Sin esa reflexión y la consecuente decisión el cierre del sexenio complicará la salida del mandatario y la entrada de quien lo suceda. Es un asunto de futuro, no de historia.

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