Sobreaviso

Los muertos ya no votan

Ante el descontrolado problema de la inseguidad, a ver si un día nuestra clase gobernante no inventa un apoyo social para la renta a bajo costo de ataúdes u hornos crematorios.

Ante el problema de la inseguridad pública –el que más dolor, miedo e inquietud social provoca–, la clase dirigente en su conjunto resolvió sostener una política sin fondo, aquella que simula o reclama cambios y posterga soluciones.

Como tantas otras veces, los más distinguidos miembros de esa élite decidieron patear el bote, reformar y reformar leyes sin tocar la realidad, desgarrarse las vestiduras, cambiar el uniforme a los militares y dejarlos en la calle, al tiempo de disputar entre ellos a quién pertenece el récord de ejecutados y desaparecidos, y así sacar jugo electoral a los cadáveres. A ver si un día no inventan un apoyo social para la renta a bajo costo de ataúdes u hornos crematorios.

Pese a gritos e insultos para endosar al contrario la culpa por la inseguridad, gobernantes, dirigentes, legisladores y fiscales tienen un pacto no escrito: hacerse guajes, poniendo cara de congoja y fingiendo estar preocupadísimos. El bárbaro exceso de muerte provocado por el crimen es, en esa lógica y en todo caso, una votación perdida de nula importancia: sufragios depositados con sangre en las urnas –pero en las urnas fúnebres o las fosas clandestinas–, que no cuentan.

Ni a cuál irle en ese capítulo negro de este siglo. Juntos o separados, desde o contra el poder, unos y otros hacen historia, dejando en medio del juego y el fuego a la ciudadanía.

Las escenas protagonizadas estos últimos días por el elenco político es de ripley.

En relación con la inseguridad pública, la troupe política se empeñó en practicar el teatro del absurdo, sin temor al ridículo a fin de salvar cara, cuando no el pellejo. Cerrada competencia la de ellos. El próximo día 16 de septiembre, esa compañía debería desfilar ante la Guardia Nacional y exhibirse ante la ciudadanía, no a la inversa. Las rutinas desplegadas por los actores políticos fueron increíbles.

Una oposición colaboracionista que, como decíamos hace ocho días, no ata ni desata. El panismo denunciando a voz en cuello la militarización de la seguridad pública como si no lo estuviera y como si ese partido no fuera el que hizo de ese riesgo una política de gobierno, mientras su aliado –el priismo, bueno el grupo con el control del partido– resolvió darle la espalda.

Sin decirle ni pío a su aliado y rompiendo la moratoria constitucional suscrita, esa porción del priismo propone –sin diagnóstico, consideración, plan ni condición alguna– prorrogar hasta marzo de 2028 la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública: una medida obligada, impuesta por el crimen, tras el abandono de la urgencia de profesionalizar a las policías.

De esa medida, campechanamente, el dirigente tricolor Alejandro Moreno hizo una carambola de tres bandas: se levantó el cuello blanco con el Ejército y la Marina, restableció su relación con el gobierno y, quien quita, hasta se libre de la solicitud de desafuero para procesarlo por los presuntos delitos de enriquecimiento ilícito, lavado de dinero y tráfico de influencias. De ser traidor pasó a ser héroe, qué comediante logra eso. “Son unos convencidos y están despojados de hipocresía”, ahora dice de los priistas, el priista recién moreno, Ignacio Mier. A ver si el Revolucionario Institucional no queda adscrito a Gobernación o pasa a formar parte de la Defensa.

Por fortuna, el panista Marko Cortés todavía cuenta con el firme respaldo del perredista Jesús Zambrano y ambos fueron prudentes en declarar sólo temporalmente suspendida la alianza con el priista Alejandro Moreno. ¡Uff! Qué inteligencia.

Y qué decir del presidente de la República, presionando a los ministros a mantener la prisión preventiva oficiosa sin quitarle un solo barrote, así a ella vayan primero los pobres, y arreando a los legisladores de su partido a aprobar rapidito y a ciegas reformas legislativas inconstitucionales a fin de trasladar la Guardia a la Defensa Nacional.

El argumento presidencial es incontestable, sino es así se viene abajo la estrategia de seguridad pública cuyos fundamentos, más allá del eslogan “abrazos, no balazos”, son amplia y profundamente desconocidos. De la inacción se pasó a la defensa y, de ahí, quién sabe adónde irá a parar. Una victoria más como la de estos días y se podrá declarar: ganamos la batalla, aunque perdimos la guerra… ya el próximo gobierno verá qué hacer al respecto.

Lo más asombroso de la postura del mandatario es el señalamiento de que, a punto de asumir el poder y conocer en su justa dimensión el problema de la inseguridad pública, cambió de opinión sobre el rol de las Fuerzas Armadas en ese campo y resolvió mantener su participación en esa tarea. Qué bueno que el Ejecutivo reconozca haber cambiado de opinión, pero qué malo que no haya cambiado sus planes.

A sabiendas de la situación, recreó la Secretaría de Seguridad y, en su seno, creó la Guardia Nacional que, ahora, quiere en la Defensa. En esa condición, sin su brazo operativo, aquella Secretaría pierde sentido y se convierte en un gasto absurdo en tiempos de austeridad franciscana y en simple plataforma de lanzamiento de candidaturas.

Aunado a ello, el gobierno se desentendió por completo de la reestructura de las policías y, en el afán de reconcentrar el poder, dejó en absoluta libertad a los gobernadores de hacer algo o nada, quizá, por eso –al igual que los fiscales– guardan el más absoluto silencio ante lo que está sucediendo.

Así, la Guardia va a la Defensa, donde por lo visto la instrucción es contener al crimen hasta donde se pueda, sin enfrentarlo.

Con tal élite política, incapaz de elaborar y acordar un plan transexenal en materia de seguridad pública, la ciudadanía puede quejarse, pero no el crimen.

COLUMNAS ANTERIORES

¿Cuidar u operar el legado?
Pintando la raya

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.