Sobreaviso

¡Atención! ¡Peligro!

Sin definir con precisión y rendición de cuentas el nuevo rol de las Fuerzas Armadas, más vale no cambiarles su vocación y función; podría no ser un riesgo, sino un peligro.

En mala hora y de mal modo se radicaliza el debate sobre el nuevo rol de las Fuerzas Armadas. Así, se le abre la puerta a un desencuentro que puede dejar heridas de muy difícil cicatrización al Estado de derecho, la democracia, al Ejército y la Marina, así como a la paz con justicia.

Por las condiciones generadas para el desarrollo de su industria, de plácemes con cuanto ocurre y agradecido con el gobierno y el conjunto de los partidos políticos debe de estar el crimen organizado. Pero, cómo no, si le están poniendo la mesa.

“Síganle, no le paren –podría decir el crimen a la clase política–. Cuanto más se dividen ustedes, más nos multiplicamos y diversificamos nosotros.”

Una confusión ha marcado más de una acción presidencial.

No distinguir entre tomar riesgos y correr peligros ha llevado al Ejecutivo a modificar instituciones que, claramente, exigían una transformación, pero también un cálculo mínimo de si la acción emprendida era la indicada y arrojaría el resultado esperado. A tientas, de corazonada o haciendo apuestas elevadas se ha conducido el mandatario, acertando algunas veces y fallando muchas otras.

Hoy, ese proceder aventurado cobra expresión en el miserable debate sobre la civilización o la militarización de la seguridad, así como sobre las múltiples funciones y obras públicas entregadas a quienes visten uniforme con charreteras. La intención del mandatario de modificar el rol y la vocación de las Fuerzas Armadas, en vez tenerlas encuarteladas y consumiendo presupuesto, se fue dando como quien no quiere la cosa, asignándoles tareas que de a poco las fue empoderando en ámbitos ajenos a los suyos. No reparó ni se interesó el Ejecutivo en reconocer algo elemental: el giro obligaba a replantear la relación también con la nación a la cual se deben. Obligaba y obliga a rendir cuentas.

La decisión de los mandos de la Guardia, el Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina de comparecer sin hablar ante el Senado –como momias, diría el Ejecutivo–, no fue un desaire a los legisladores. No, fue a la soberanía popular que estos representan. ¿Quién decidió eso? ¿Quién dio y quién recibió esa orden? ¿Quién escoltó a quién? ¿Los funcionarios militares a los civiles o estos a aquellos? ¿Quién manda y quién obedece ahora?

En la decisión inconsulta y sin plan para cambiar la vocación y función a las Fuerzas Armadas y al costo de perder colaboradores civiles en desacuerdo con la medida, fácil le resultó al mandatario recargar a aquellas con tareas de seguridad, construcción, administración, operación y distribución… sin modificar la opacidad, característica –tradicional dicen ahora los transformadores– en su desempeño.

Ciertamente, en su origen e intención, resultaba comprensible la decisión presidencial de echar mano de las Fuerzas Armadas para el desarrollo de su proyecto. Contar con una eficaz, diestra y numerosa fuerza de tarea disciplinada y obediente, con clara cadena de mando y sin sindicato fue y es una tentación, sobre todo, ante una burocracia infernal e inamovible, el elefante reumático del que tanto se queja el presidente. Obvio, en vez de sacudir a la burocracia, se optó no por meter, sino por sacar de los cuarteles a soldados y marinos no sólo para operar en el campo de su dominio, sino en ese y muchos otros. En el colmo, en vez de formar una Guardia Nacional civil y profesional que, incluso, fuera contrapeso, se decidió entregarla, como un cuerpo más a la Defensa, dejando en absoluto sin sentido a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana.

Hasta hoy, no se sabe si los jefes de la Guardia, el Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina consultaron a sus estados mayores, así como al generalato y al almirantazgo en activo y en retiro la conveniencia de aceptar y cumplir las tareas impuestas por el comandante supremo y, con ello, asumir la responsabilidad pública de rendir cuentas. Una consulta delicada en extremo, difícil de resolver cumpliendo con la obediencia y la pertinencia. Si lo consultaron o si sólo resolvieron derivar de los encargos un poder superior al que ya de por sí tienen es un enigma.

Complicada situación la de los secretarios de la Defensa y la Marina. Muy, pero muy compleja. Tenerlos en esa situación, a nadie conviene, excepto al crimen. Si obedecen, malo; si desobedecen, también. Peligroso, en cualquier caso.

El contexto en el cual se da el debate sobre el nuevo rol de las Fuerzas Armadas es inquietante.

Ocurre cuando el mandatario dice estar bajo presión por el resultado del informe sobre la desaparición y muerte de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Cuando la seguridad cibernética de la Defensa Nacional ha sido vulnerada sin que, al menos públicamente, nadie responda por lo sucedido. Cuando está por darse marco constitucional a la prórroga para la participación militar en la seguridad pública, a condición de rendir cuentas. Cuando, increíblemente, el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, y los gobernadores sobrepolitizan y resbalan la responsabilidad civil ante la inseguridad. Y cuando los legisladores, sin el menor empacho, compiten por determinar qué gobierno carga más muertos y desaparecidos, al tiempo de envolverse en la bandera nacional.

Debatir así la militarización y la civilización de la política y el gobierno es darse de empujones al borde de un abismo, donde se puede despeñar el Estado de derecho y la democracia, mientras el crimen arma la fiesta.

Algunas de las instituciones tocadas sin mejorar por el gobierno dejarán un pesado paquete a quien finalmente ocupe Palacio Nacional, dentro de dos años. Más vale no sumar a ellas a la Defensa y la Marina, podría no ser un riesgo sino un peligro.

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