Con tanta movilización lo siguiente es el inmovilismo y la pérdida del rumbo. La incapacidad de salir de la mediocridad que, sexenio a sexenio, estampa su sello en la clase dirigente –no sola la política– e impide darle un horizonte a la nación.
Atrincherados en los extremos, actores y factores políticos de diestra y siniestra se tocan y complementan. Hacen de la radicalización de la postura, el pretexto ideal para llegar a un acuerdo inconfesable, sordo y pusilánime: dejar tal cual las cosas, como si el país no requiriese revisar en serio su estructura política, económica y social, así como atender la inseguridad, la salud, la desigualdad y la educación.
Así, el debate torna en argüende y las exageraciones, en parodia del análisis. Un juego cada vez más insoportable y aburrido, pero sobre todo fútil. Quienes el domingo no se vistan de blanco y rosa o como quieran, podrían ataviarse de negro en señal de luto por la política.
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Cuando unos proponen sacudir cimientos, castillos y acabados del régimen político-electoral a sabiendas de la imposibilidad y otros contraponen no tocarlo ni con el plumero a sabiendas de la necesidad, hay –en el fondo de la supuesta confrontación– un acuerdo fundamental: dejarlo casi como está, siendo menester reformarlo.
Ambos se quitan la máscara para calarse el disfraz, el del revolucionario contumaz y el conservador impertérrito resueltos a jugar a ver quién las puede más y, en el concurso, mostrar el más nutrido repertorio de insultos y ofensas, con tal de no argumentar. Una esgrima verbal propia de la cantina arrabalera, no de la arena política.
Vuelan insultos y descalificaciones, mientras buena parte de la prensa supuestamente profesional y de los intelectuales supuestamente independientes llevan la cuenta de los proferidos desde el poder, fingiendo amnesia de los exclamados desde enfrente. Todo, mientras los autonombrados representantes de la sociedad civil reclaman tomar en cuenta a la ciudadanía, pero no al pueblo porque es una entelequia, concepto viejo, propio del presunto dictador en ciernes.
Desde luego, unos y otros juran actuar en defensa de la democracia, dejando pagar el pato al electorado. ¡Venga la convocatoria al inmovilismo, altar mayor de la mediocridad!
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Obviamente, el Ejecutivo sabía de la extemporaneidad y la falta de condiciones e, incluso, de votos para sacar adelante y en sus términos la iniciativa de reforma constitucional del régimen político-electoral que sometió al Congreso.
Además, sabía otra cuestión. La idea de elegir mediante voto popular a consejeros y magistrados electorales, preseleccionados con dados cargados, podría echar abajo al conjunto de la iniciativa de reforma que, al margen de esa y otras pifias, tiene partes atendibles. Tenía conocimiento de eso y, por lo mismo, del enorme esfuerzo político requerido para darle oportunidad al proyecto, así fuera de modo parcial. Sin embargo, tanto él como sus operadores políticos y legislativos hicieron cuanto pudieron para frustrarla ellos mismos… y lo consiguieron.
Lejos de tender puentes con legisladores y sectores que, a partir de la negociación, podrían apoyar la reforma, los rompieron. Cargaron contra el órgano electoral y los dos protagónicos consejeros, descalificaron en vez de convencer a otros legisladores y, en el colmo, agraviaron a los ciudadanos resistentes a la intención de emprender la reforma a modo y capricho presidencial. No sólo eso, la estrategia fue una cadena de errores: si no hay reforma constitucional, habrá cambio de leyes reglamentarias; si tampoco eso prospera, habrá recorte presupuestal para domesticar al instituto y, si eso falla, habrá nombramiento de nuevos consejeros para colonizarlo.
Hilar tantos errores y contradicciones no ha de ser sencillo, a menos que la supuesta causa reformista fuera y sea un ardid a fin de distraer a los opositores, sin darles tiempo de definir, estructurar y organizar el frente amplio al que los convocan organismos de la sociedad civil.
Pese a ese y otros reveses de la semana –candidatura al Banco Interamericano de Desarrollo, junta de mandatarios latinoamericanos en funciones o electos de izquierda, alza de homicidios en octubre, pleito en el Senado que anuncia fisuras–, el mandatario llama a los suyos a movilizarse, según esto, para celebrar cuatro años de gobierno.
Es como con la Selección de futbol, se festeja no el triunfo, sino no haber sido derrotados hasta ahora. La mediocridad como trofeo.
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La oposición partidaria, por su parte, no canta mal las rancheras. Está de plácemes.
Gracias a los organismos sociales que remolcan a esos partidos –atrás hay lugar, les dijeron–, estos consiguieron congraciarse con parte del electorado, bajo la bandera de defender a la democracia. Una causa rentable a la que se sumaron, qué dicha, sin perder un solo quinto de las prerrogativas y, quizá, ninguno asiento en el Congreso. Movilizarse para que nada se mueva. Y, por si eso no bastara, el lance oficialista resucitó la posibilidad opositora de ir junta a las elecciones, aunque no se tenga claro cómo ni con qué objeto.
Menuda tarea de los dirigentes de la resistencia civil: dirigir bien a las dirigencias opositoras porque estas se desorientan con facilidad y caen en tentaciones. Ojalá hagan eso y, a la vez, definan qué sí quieren porque seguir con la consigna de los museos –mirar sin tocar– no es una propuesta. Menos cuando muchas de las instituciones, instancias y sistemas creados bajo su influjo no han rendido los frutos prometidos y regresar al pasado reciente tampoco es alternativa.
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Es un contrasentido movilizarse para inmovilizarse y perder el rumbo, haciendo de la mediocridad el destino.