En tránsito los concibe como parias innombrables, útiles como instrumento de negociación con Estados Unidos. En el destino los honra como héroes anónimos, siempre y cuando manden remesas.
Si algún día, el gobierno rinde cuentas de la bipolaridad y el pragmatismo de su política migratoria estará obligado a asumir la imposibilidad de estampar en ella el sello del humanismo que supuestamente nutre su filosofía y guía su acción.
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Poco importa ya el giro dado muy al inicio del sexenio en política migratoria.
Se pasó de las puertas abiertas a las jaulas con candado, cambio cifrado en el relevo de un especialista en asuntos migratorios, Tonatiuh Guillén, por un especialista en asuntos carcelarios, Francisco Garduño. Y, con base en la divisa de priorizar el encargo sobre el cargo e ignorar la razón de la estructura y división administrativa, se pasó el Instituto Nacional de Migración del ámbito de Gobernación a la esfera de la cancillería, perfilando cómo esa política sería palanca con Estados Unidos para evitar sanciones, diluir otros problemas con el vecino y ampliar, así, el margen de maniobra ante el socio poderoso.
De algo podrían servir los parias innombrables sin recursos que no llegarán a convertirse en héroes anónimos con divisas. Más elocuente y pragmático no pudo ser el giro, aunque puso en evidencia cómo el gobierno le ha fallado a los nacionales o extranjeros que, a su pesar, desentierran sus raíces y migran en busca de refugio, asilo, trabajo con ansia de encontrar una oportunidad.
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La llamada cuarta transformación le ha quedado mal a quienes la pobreza, la violencia o el cambio climático los echó de su tierra y tienen la necesidad, pero sobre todo el coraje de aventurarse en busca de un horizonte.
Ciertamente sería injusto cargar a la cuenta exclusiva del gobierno la responsabilidad de administrar por sí solo el fenómeno migratorio que reviste mil aristas, involucra a distintos países e intereses, reclama una acción multilateral y se complica aún más al usarlo como ariete electoral, tal cual ocurre en Estados Unidos. Sí, pero también es cierto que la administración lopezobradorista está en deuda con los migrantes. Con quienes, a sabiendas del peligro implícito en andar caminos o cruzar regiones bajo dominio del crimen, ven aun así una minúscula rendija de esperanza o, al menos, una condición mejor a la que afrontan en su hogar, si cabe llamar de ese modo a su lugar de origen.
Dos únicas distinciones les ha concedido el gobierno a los migrantes. Ser sujetos del estreno de la Guardia Nacional que, según se dijo, perseguiría delincuentes, no migrantes, y ser posibles beneficiarios indirectos a mediano plazo de la exportación de programas sociales –Sembrando Vida y Jóvenes Construyendo Futuro– al triángulo norte de Centroamérica, pero cuya efectividad aún aquí está en duda y allá, donde se aplican a título de ensayo, representarán si acaso una gota de agua dulce en la mar de quienes huyen de la desdicha por instinto.
Mal no harían los funcionarios responsables de esa política en leer la novela de Alejandro Hernández, Amarás a Dios sobre todas las cosas, o montar ‘La Bestia’, el tren donde el anhelo de otra vida lleva por compañero de viaje el acecho de la muerte.
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El colmo de la deshumanización de la política migratoria han sido dos tragedias, ante las cuales la indolencia oficial ha sido la respuesta.
Una dolorosísima. Haber dejado calcinar o intoxicar hasta morir a cuarenta migrantes en la jaula con candado, acreditada como estancia provisional del Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez. Un crimen de Estado que ni siquiera el puesto le costó a Francisco Garduño, quien aún hoy –sujeto a proceso por esa negligencia– encabeza al Instituto y trata a los migrantes. Una tragedia que se quiso explicar acusando a las víctimas de ser ellas quienes iniciaron el fuego. La segunda reacción fue el anuncio del ajuste de la política migratoria y la creación de una coordinación que, a más de un mes del aviso, es el secreto de Estado mejor guardado. Al parecer, la gran transformación es hacer lo mismo de siempre, dejar en el limbo al Instituto Nacional de Migración y evitar que aquel fuego alcance a los secretarios de Gobernación y de Relaciones Exteriores que por cargo o encargo son responsables de lo sucedido y por nominación jugadores en la sucesión.
La otra tragedia es una constante. El secuestro colectivo de migrantes por parte del crimen. Una infamia ante la cual la respuesta oficial no es actuar de manera determinante en las carreteras y las regiones donde el crimen ha encontrado un nicho de impunidad y caza a quien –migrante y no– por ahí transite. No, nada de garantizar derechos fundamentales ni de ir por los secuestradores, sólo la amable recomendación de no cruzar el territorio nacional y, de hacerlo, no dejarse engañar por traficantes, polleros o coyotes. Así de simple y sencilla la postura del Estado.
Nada de documentar, ordenar, regular y asegurar el paso de migrantes y conjurar el jugoso negocio criminal de la trata de personas que, con frecuencia, se rubrica con sangre.
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Por un mínimo de pudor y decoro más valdría al gobierno no hablar del humanismo de la política migratoria, dispensar trato de parias innombrables a quienes en vez de realizar un sueño viven una pesadilla ni calificar de héroes anónimos a quienes se van y envían remesas.
Hay una deuda con los migrantes nacionales y extranjeros.
En breve
La pasante con disfraz de ministra debería apoyar y aprovechar la consulta popular sobre la elección de jueces, magistrados y ministros, agregando una pregunta: ¿Deben estos contar con licenciatura en derecho? Quién quita y la exoneran.