Avisos de la intervención del crimen en el proceso electoral sobran. La gran interrogante –por no decir, temor– es si el crimen participará el día de la jornada electoral y, de ser así, cómo lo hará. ¿Por o contra quién votará a su modo y estilo?
El planteamiento de esa interrogante puede ser impertinente, pero la ligereza con que autoridades gubernamentales y electorales, dirigentes partidistas y candidatos, así como mandos policiales y militares han tratado públicamente esa amenaza obliga a formularlo.
No sorprende la intención del crimen de meterse en la política, sí que la política lo meta.
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Por la vía de los hechos, la clase política pareciera haber rendido la plaza y borrado la frontera ante el crimen y, en tal condición, ha resuelto convivir con él, naturalizando su peso y presencia. Más fácil comparte el poder con la delincuencia organizada por la vía de la impunidad, la sociedad o la complicidad que con el adversario de su propia estirpe.
A la vuelta de los años y sin importar el emblema de su bandería política, los gobiernos de esa élite dejaron socavar o socavaron los pilares del Estado. No existe más el monopolio del uso de la fuerza, el cobro del tributo ni el control del territorio, ahora, se comparte con el cártel dominante según la región de que se trate, sacrificando, expoliando o limitando a la ciudadanía que supuestamente representa aquella élite.
En ese esquema y en el mejor de los casos, la clase dirigente intenta derivar algún dividendo, utilizando las fechorías del crimen como ariete para golpear, debilitar o descalificar al contrincante de su mismo clan. Peor aún, sin en el menor decoro, entrecruza acusaciones de haber incorporado a la política prácticas del crimen.
A eso se ha llegado y cartas de esa baraja se utilizan para ganar alguna posición o porción de poder que todavía disputa entre sí la clase política.
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Esa realidad ya no causa asombro, sí la irresponsabilidad o desinterés con que la clase política reacciona ante el crimen o lo contempla intervenir en el actual proceso electoral.
Cuando la voz mayor de la política, la presidencial, asiente que el crimen se porta bien con él no de ahora, sino de siempre. Cuando una candidata presidencial es obligada a detenerse en un retén del crimen a fin de hacerle sentir quién ejerce ahí la autoridad y el incidente se banaliza, calificándolo de un montaje. Cuando otra candidata presidencial acusa haber sido víctima de un boicot por parte del crimen que paró el transporte público para impedir el traslado de sus simpatizantes. Cuando la oposición anima la campaña de tildar de narcopresidente al jefe de Estado.
Cuando las dos principales contendientes se acusan de incurrir en prácticas criminales como parte del juego político –“narcocandidata” dice una y “candidata corrupta” responde otra–, y luego olvidan la gravedad de lo dicho. Cuando los gobernadores de entidades azotadas por la delincuencia hacen del minuto de silencio o la declaración de cajón su más fuerte argumento. Cuando los partidos postulan candidatos con tufo a carne de reo. Cuando a las consejeras electorales les preocupa más la violencia de género que la general. Cuando dirigentes partidistas piden permiso al crimen para lanzar un candidato. Cuando algunas activistas buscan restos de desaparecidos, para ver si tienen hueso político. Cuando militares, policías y fiscales tienden con firmeza cordones de seguridad, justo después de cometido un crimen. Y cuando el número de candidatos asesinados o amedrentados por el crimen pasa a formar parte de la estadística o del acervo de los otros datos.
Cuando todo esto ocurre en un marco de violencia e impunidad y la clase política sonríe, es evidente que la democracia mexicana no sólo es frágil e incipiente, sino defectuosa. Por lo mismo, no es impertinente preguntar cómo va a actuar el crimen el día de la jornada electoral. ¿Por o contra quién va a votar?
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Se está ya a menos de un mes de ir a las urnas y, aun cuando, de seguro se anunciará con bombos y platillos un despliegue inusitado de policías, guardias, soldados y marinos el día de la jornada electoral –la típica e inútil operación de apantallamiento de la que tanto gusta echar mano a los gobiernos–, no está claro qué pueda ocurrir.
Probablemente se dirá que se trabaja en un plan de contención del crimen a fin de dar garantías ese día a candidatos, representantes de partidos, funcionarios electorales de casillas y, desde luego, a la ciudadanía. Sin embargo, un plan de ese calado adquiere vigor cuando antes de la fecha de su aplicación, se han llevado acciones escalonadas y consecuentes a fin de perfilar su posibilidad. Se dejó pasar tiempo y se dejó de actuar con oportunidad. No se advirtió por parte de las autoridades gubernamentales ni de las dirigencias partidistas la determinación de impedir la intervención del crimen en el proceso electoral.
Si bien la actividad criminal ha rebasado la capacidad oficial para contenerla, se estuvo en condición de seleccionar y resolver aquellos hechos delictivos de alto impacto social a fin de establecer que no se toleraría la intromisión. Suspender las campañas hasta dar con quienes asesinaron candidatos e ir por esos criminales y presentarlos, hubiera sido un mensaje potente para blindar las elecciones y asegurar la jornada electoral. Pero no, todo fue resbalar el problema, crear mecanismos para asignar escoltas y formular declaraciones huecas.
Por eso y por incómodo que resulte, vale preguntar si el crimen participará el día de la jornada electoral y cómo lo hará. Por o contra quién votará a su estilo, ese domingo después de que se le dejó actuar a sus anchas a lo largo del proceso e incorporar algunas de sus prácticas a la política.