Siempre es bueno contar con el consejo y el respaldo de quien ocupa el cargo al cual uno va. Sin embargo, cuando sin querer o adrede el antecesor invade o violenta el espacio del sucesor, el regocijo se trastoca en pesar; el apoyo, en estorbo; la facilidad, en dificultad; el amparo, en trampa. Una cosa es cobijar, otra atrapar. Hay abrazos que abrasan.
Compartiendo y coincidiendo la presidenta entrante con el sentido del proyecto, si el presidente saliente no mira bien la hora, practica con respeto el nivel de su liderazgo e influencia, reconoce el límite entre continuismo y continuidad, entre lealtad y obediencia, mal no haría en revisar la historia nacional, sobre todo, siendo tan aficionado a ella: el ejercicio del Poder Ejecutivo es unipersonal, en esa posición no caben dos.
Qué buena señal mandó ayer Claudia Sheinbaum al divulgar a parte de los colaboradores que tendrá en su gobierno. Hay un mensaje en el perfil de ellas y ellos. Dejó ver su sello.
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Se está ya a tan sólo cien días de la transmisión del poder presidencial y, en la obsesión por ejercerlo hasta el último minuto sin asomarse al calendario, Andrés Manuel López Obrador está empedrando, ojalá sin querer, el tránsito de Claudia Sheinbaum a aquel poder y, de ese modo, complicando la continuidad del movimiento y el proyecto que él mismo concibió e impulsó.
Aun antes del inicio de su mandato, el presidente Andrés Manuel López Obrador fue presa del tiempo. Hecho comprensible por la importancia de ese factor en un gobierno que pretende un cambio de régimen. Sin embargo, confundió prisa con velocidad. Llegó a decir que haría dos sexenios en uno, trabajando de sol a sol a fin de llevar a cabo la autollamada cuarta transformación.
Bajo ese tenor lanzó sin mayor planeación, jerarquía ni ritmo acciones, programas, iniciativas y obras de gobierno. En algunos ámbitos, tal proceder surtió el efecto deseado: transformaron realidades y fortaleció la base social del movimiento. Así ocurrió, particularmente, en el ámbito salarial, laboral, sindical, social, fiscal y financiero e, incluso, en algunas prácticas políticas. Empero, no en todos los casos ese fue el resultado.
Campos o sitios donde el actuar atropellado no rindió los frutos esperados, fueron varios. El mandatario repuso la Secretaría de Seguridad para vaciarla; creó el Instituto de Salud y Bienestar para desaparecerlo; emprendió obras sin entender su complejidad ni las externalidades; socavó la transparencia y la rendición de cuentas; quiso y no pudo descentralizar la administración; intentó infructuosamente más de una vez la reforma del régimen político-electoral, y nomás no pudo con la actividad e impunidad criminal.
En esa gana de generar cambios aun haciendo mal las cosas, cometió errores importantes. Privilegió la lealtad sobre la capacidad de los colaboradores, mezcló cargos con encargos provocando enredos en la administración y, en la urgencia por contar con una fuerza de tarea eficaz y disciplinada, al tiempo de diversificar la vocación de las Fuerzas Armadas, le resultó fácil militarizar en vez de civilizar funciones administrativas sin medir las consecuencias.
Así, el saldo de la pretendida transformación presenta claroscuros y está por verse si tiene cimentado su basamento.
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Ahora, al cuarto para las doce, el presidente saliente quiere impulsar mal, de modo parcial y con prisa la reforma del Poder Judicial que, como bien se dijo en la reunión del Consejo Coordinador Empresarial con la presidenta entrante, no acepta margen de error.
Un proyecto de reforma que no atiende el problema que quiere resolver (el del acceso a la justicia), sí despide un tufo de revancha y deja en duda el funcionamiento de ese importante poder de la Unión. Una iniciativa que compromete la agenda y la actuación no del presidente saliente, sino de la entrante porque, de aprobarse, la instrumentación y aterrizaje corresponderá a ella. Un lance que, de fallar, no sólo tendrá efectos nocivos en el ámbito judicial donde incide, sino también en el económico, financiero y político. En el político porque, si el propósito era o es distender la atmósfera y cultivar el entendimiento, en vez de favorecer esa posibilidad, repone la polarización. Cómo reconocer el disenso como parte de la democracia, si de nuevo y de salida se impone dialogar sin acordar. Es tanto como reconocer el derecho de audiencia sin atención.
Dejar Palacio llevándose como medalla la aprobación de esa reforma que, quizá, sea una bomba de tiempo o que, cuando menos, generará problemas superiores al que supuestamente busca resolver no es una consideración, es una desconsideración con quien habrá de ocuparlo de inmediato ese lugar y ya carga con apuros financieros del antecesor.
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En tal circunstancia, la decisión de Claudia Sheinbaum de divulgar en este momento el nombre de seis integrantes más de lo que será su gabinete es un acierto.
Un acierto porque muestra proactiva y no reactiva a la presidenta entrante y, sobre todo, porque dice sin aspavientos varias cosas. Habrá continuidad, no continuismo; se privilegiará el conocimiento y la experiencia sobre la lealtad y la incapacidad; se reivindicará el cargo sobre el encargo con la responsabilidad que ello implica; habrá pendientes, pero también agenda propia y, al parecer, se retirarán los floreros de las secretarías de Estado para abrirle espacio al gobierno.
Es un acierto porque deja ver el sello que Claudia Sheinbaum no había logrado estampar. Ante eso, ojalá y en su propio beneficio, Andrés Manuel López Obrador vea el calendario, la hora y defina si quiere abrazar o abrasar a su sucesora.
En breve
Por mera curiosidad, ¿la presunta ministra tendrá postura ante la reforma del Poder Judicial?