El país se encuentra ya en ese momento en que la principal posición de mando político, la presidencia de la República, cuenta con dos cabezas. El interregno donde, más de una vez, angustia y ansia han dado lugar a incidentes, acciones y accidentes costosos para la nación. La coyuntura en la cual, por naturaleza y más allá de la consonancia entre los protagonistas, el presidente saliente resiste el ocaso y, en este caso, la entrante anhela el alba del mandato. El punto de inflexión que demanda reconocer a carta cabal la circunstancia.
Importa cobrar conciencia de este nuevo tramo de la transición no sólo por la tensión que, de pronto, se advierte entre quien en mes y medio habrá de dejar la posición de mando y quien habrá de sucederlo, sino sobre todo por las minas sembradas por el crimen que ponen en duda la fortaleza del Estado y obligan a caminar con extremo cuidado.
Claudia Sheinbaum ya no es candidata triunfante, es presidenta electa. La contundencia de su victoria –aun con los bemoles que los magistrados Felipe Fuentes y Felipe de la Mata minusvaloraron en su dictamen– haría pensar que recibir la constancia de mayoría de votos es un trámite. No, no es así. Es un paso importante en el ascenso al poder presidencial de quien habrá de ejercerlo.
En semanas, Claudia Sheinbaum entrará con el respaldo de la ley al relevo de Andrés Manuel López Obrador que –aun con su innegable liderazgo– deberá guardar respeto a la autoridad legalmente constituida y reconocida. Ella, a su vez, deberá honrar la investidura que ayer le fue reconocida: presidente de la República electa, no de un movimiento. Ayer lo dijo, ojalá a partir de hoy lo cumpla. La nación requiere de un mínimo de concordia sin renunciar al desacuerdo.
El estadio ya no es el mismo. Se dio un paso importante.
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Ciertamente, por la coincidencia ideológica y la militancia conjunta, la presidenta electa no tiene por qué pintar su raya ante el todavía presidente en funciones: comparten raíz y fronda. Sin embargo, tampoco debe borrarla si, en verdad, quiere estampar su sello y, sobre todo, si –como dice Juan Ramón de la Fuente– se trata de transición sin ruptura ni sumisión. La Presidencia bicéfala tiene un límite y un término. La historia nacional es elocuente al respecto.
Sin oposición partidista, las tensiones y diferencias, así sean de grado, se trasladarán al interior de Morena. Si, finalmente, Luisa María Alcalde pasa a ocupar la conducción del movimiento deberá reconocer el reto: constituirse en dirigente, no en gerente de esa fuerza. No podrá ignorar el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador, pero tampoco la autoridad de Claudia Sheinbaum y, además, estará impelida a construir mecanismos de entendimiento al interior del movimiento sin vulnerar su unidad. Menudo desafío.
En esto, mucho serviría que los actores secundarios o colaterales guardaran la mesura, el equilibrio y la compostura para favorecer la transición y, desde luego, la continuidad. Ejemplo, el doble comunicado emitido ayer con el número 429 por el Instituto Nacional Electoral. En la primera versión, el Consejo General, esto es, el conjunto de consejeros y representantes partidistas (incluidos los de la oposición) “extiende una cordial felicitación a la Doctora Claudia Sheinbaum Pardo por haber sido declarada como Presidenta Electa de los Estados Unidos Mexicanos por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).” En la segunda versión, ya no es el Consejo sino el Instituto quien felicita a Sheinbaum. ¿De cuando acá el árbitro de la competencia felicita al ganador? ¿Consultó Guadalupe Taddei al Consejo para emitir ese comunicado? ¿Por eso, dos versiones igualmente deplorables? Al árbitro le toca silbar con determinación cuando corresponde, no aplaudir a rabiar.
En nada ayuda que los actores secundarios compliquen aún más la situación.
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Ojalá la tensión que suscita el momento con los riesgos que ello entraña sólo dependiera del presidente en funciones y la presidenta electa, de los fanáticos y los leales de uno y otro, así como de los actores secundarios. Pero no es así, el crimen está presente y se deja sentir.
El error de no distinguir entre delincuencia social y delincuencia organizada y confundir el uso legítimo de la fuerza con la represión llevaron al gobierno actual a convertir la inacción en una política y, en ella, el crimen organizado halló la oportunidad de expandir y diversificar su actividad. Y, ahora, los cárteles le disputan al Estado el monopolio de la fuerza, del control del territorio, del tributo y de la soberanía en las fronteras, colocando al gobierno al borde del ridículo. Si en el próximo mes y medio, el crimen encuentra que la Presidencia bicéfala agranda la ventana de su oportunidad, la transición se podría ver en un apuro.
Incluso, no es aventurado señalar que un ingrediente de la inflación que devora parte de los aumentos salariales otorgados tiene origen criminal, no económico. La extorsión a productores agrícolas repercute en el precio de frutos, carnes y verduras. Más atención le debería prestar el presidente saliente a esa amenaza que a la composición del gabinete de la presidenta entrante o al afán de avivar conflictos que, a la postre, deberá atemperar o resolver su sucesora.
El crimen participa manifiestamente en la lucha por el poder.
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Vienen cuarenta y cinco días en los que la presidencia de la República será bicéfala y su ejercicio reclama prudencia. Los descuidos pueden complicar la transición y el amago del crimen ponerla contra la pared. Más vale tomar conciencia del momento y reconocer que el cargo de presidente es individual, no dual.
Claudia Sheinbaum ya no es candidata triunfante, sino presidenta de la República electa.