El presidente saliente quiere dar el grito como nunca y un buen número de especialistas, intelectuales, académicos y representantes de intereses poderosos pegan el grito como siempre, mientras el paisaje económico deja ver barruntos de tormenta.
La vocinglería obedece a una cuestión no menor, la inminente reforma al Poder Judicial acompañada de otras modificaciones a la Constitución que, sin duda, cambiarán las vértebras al régimen, pero sin garantizar la erradicación de los innegables vicios y sesgos que presenta y sí exponiendo la estabilidad.
Pese a la importancia del asunto, el nivel de la práctica política y el debate es deplorable. La acción corre desde el uso desmesurado de la fuerza política hasta el paro de actividades del Poder Judicial sin el respaldo de quienes dicen defenderlo con el alma, pero sin el cuerpo. El discurso de la exageración campea en los polos de la confrontación, postulando el paraíso democrático y la fortaleza del Estado de derecho o, bien, denunciando el infierno autocrático y el debilitamiento de aquel.
Todo, mientras la presidenta electa guarda la disciplina obligada con las cejas levantadas y dejando ver ojeras.
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Hay una argamasa de motivos por las cuales el mandatario quiere reformar al Poder Judicial, así sea de último minuto o mes.
Múltiples incentivos –condiciones, agravios, causas, finalidades e, incluso, tentaciones– animan al Ejecutivo a intentar esas reformas. Sin embargo, ignora los puntos ciegos de su acometida, marcados por la situación financiera y económica, así como por el amago de poderes fácticos, ajenos a su dominio y control. Ve y va más lejos sin prestar mucha atención. Ahí. radica el peligro. Como en otros lances, cuenta con la táctica, pero no con el tiempo y la estrategia, claves en el momento.
A diferencia de las elecciones hace seis y tres años, esta vez el presidente de la República goza sobradamente de la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y muy probablemente en el Senado, además de la mayoría en 27 legislaturas locales. Con tal cúmulo de poder se encuentra, pues, en condición de reformar a gusto la Constitución.
Conforme a la idea de encabezar una revolución sin romper vidrios, no ve por qué autocontenerse ni buscar un mínimo consenso.
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A la condición se agregan los agravios cometidos por el Judicial contra Andrés Manuel López Obrador, uno remoto y otro reciente. Y, en esto no puede perderse de vista que él a veces perdona sin olvidar y a veces no olvida ni perdona. Si lo suyo no es la venganza, sí el rencor.
El agravio remoto, la Corte participó en la intentona foxista de descarrilarlo en su afán de ocupar la Presidencia años atrás, el entonces ministro presidente Mariano Azuela y algunos colegas jugaron a la política partidista sin quitarse la toga ni el birrete. El agravio reciente, la Corte y algunos juzgados complicaron, retrasaron o frustraron parcialmente su proyecto, en ocasiones con razón y otras apartándose de la función de contrapeso y asumiendo de manera sibilina la militancia en que los embaucaron la oposición y la resistencia. Si en el pasado y el presente, López Obrador padeció al Poder Judicial no ve por qué su sucesora deba sufrirlo en el futuro.
Por eso, en el Sobreaviso anterior, se decía que le quita un problema de encima, dejándole un problemón enfrente.
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Causas no le faltan al mandatario para instar a los legisladores propios, aliados o comprados a proceder urgente y atropelladamente a la reforma del Judicial.
Sólo las mentes brillosas (no brillantes) fingen desconocer la corrupción, el nepotismo, la opacidad y el tráfico de influencias en aquel Poder, así como la imposibilidad de acceder a la justicia a quienes tienen verdadera sed de ella. Niegan o solapan esos vicios, asegurando que en la administración e impartición de justicia reina la más prístina autonomía, independencia e imparcialidad. Cómo no.
Causas sobran a Andrés Manuel López Obrador, pero le falta reconocer –aun cuando lo ha experimentado– que la técnica política de roza, tumba y quema las instituciones existentes no siempre arroja el resultado esperado. La propuesta de reforma no erradica aquellos vicios. No resuelve la corrupción ni el acceso a la justicia y sí, en cambio, con la elección de impartidores de justicia, ensancha la puerta de entrada a los intereses económicos, políticos y criminales. Votarán y botarán jueces.
Impulsar causas perdidas no es materia de interés de quienes presumen el propósito de cambiar un régimen.
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La finalidad de aquella y las otras reformas es echar un último amarre a la pretendida Cuarta Transformación, a fin de fijarla donde López Obrador la ubica.
Si como es previsible, la sucesora habrá necesariamente de correrse al centro, éste debe encontrarse donde el antecesor lo contempla, una posición distinta a la establecida por la geometría política, lo más jalado posible a lo que él entiende por izquierda. Ahí se explica el último estertor de su radicalismo que, por tardío, mal concebido e inoportuno, puede arrojar por resultado algo ya conocido: la crisis de fin de sexenio.
Con tantos y tan variados frentes abiertos hacia afuera y hacia adentro, la aventura puede concluir en una pesadilla.
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Y claro está también la tentación a la que induce el alejamiento del poder.
Entre quienes pegan de gritos reduciendo la reforma a un capricho o una venganza, el todavía mandatario quiere dar el grito con la bandera en el balcón, lanzando vivas a la reforma del Poder Judicial y buscando espacio en el panteón nacional. Gloria efímera, donde subyace una acción de efecto retardado que, de no suspenderse o conjurarse, puede complicar la posibilidad del próximo gobierno, dejar en vilo la continuidad e insertar en un problema mayúsculo al país.