Las condiciones internas y externas para llevar a la Constitución los postulados de la autollamada Cuarta Transformación y aterrizarlos en la práctica política cambiaron en las últimas semanas. Tal giro apremia a revisar y ajustar prioridades. No sobra, falta tiempo para hacerlo y, cuanto más se dilate en reconocerlo, mayor será el peligro y menor el margen de maniobra.
El tic-tac del reloj se agota, resuena como una amenazante cuenta regresiva. Es hora de encarar la realidad sin confundirla con la voluntad propia o la necesidad ajena de atender el legado recibido.
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Cabe formular el planteamiento porque, en estos días y sin alarde, la presidenta Claudia Sheinbaum estampó su sello y mostró su carácter en actos simbólicos y, quizá, lo mismo podría hacer en actos significativos.
La asistencia a la reunión del G-20, así como el sostenimiento de encuentros o el intercambio de saludos con mandatarios y primeros ministros fue un acierto. Sin sobredimensionar el efecto del viaje hacia adentro y afuera, haberlo realizarlo marcó una diferencia y recolocó al país en el plano diplomático, reivindicando una tradición y trayectoria macerada el sexenio anterior. Mandó una señal simbólica importante.
Asimismo, la jefa del Ejecutivo mostró carácter al dar un tirón de orejas a Ricardo Monreal, el coordinador de los diputados de Morena, que en un desafortunado desliz hizo de la representación popular cargo de ostentación, al trasladarse en el helicóptero de su amigo, Pedro Haces. Igual, lo dejó sentir al deslindarse de la jugada protagonizada por Adán Augusto López en el Senado para mantener a Rosario Piedra en la Comisión Nacional de Derechos Humanos. “Es una decisión del Senado la que se tomó y hasta ahí” –dijo.
Bien por esos actos y actitudes. La interrogante es si tal arrojo también se mostrará con la velocidad, el tino y la determinación imprescindibles para encarar el cambio de condiciones que obligan a revisar la pertinencia de privilegiar el continuismo sin matices sobre la continuidad con sello propio.
En el horizonte se advierten barruntos de tormenta y, el país lo ha sufrido, a veces las tormentas derivan en huracanes.
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En el plano interior se complica la situación.
El mal diseño y la pésima calidad legislativa con que se dio marco jurídico a la reforma judicial hacen de su instrumentación un margallate y provoca un absurdo: no garantiza el supuesto propósito de abatir vicios en el Poder Judicial ni dar acceso a la justicia a quienes en verdad la necesitan. No acredita eso y sí, en cambio, genera incertidumbre sobre la división de Poderes y la vigencia del Estado de derecho, justo cuando la fragilidad de las finanzas públicas y la necesidad económica de crecer reclaman dar confianza a la inversión. El entrampamiento de la reforma judicial es obvio.
Al Instituto Nacional Electoral, encargado de armar, normar, conducir, fiscalizar y realizar la elección de 881 impartidores de justicia en esta primera etapa, afronta múltiples problemas. Pese a la tibia declaración y peor resolución del Tribunal Electoral de continuar la preparación de los comicios, el INE carece de certeza sobre el apego a derecho de su actuación que, al final, dañará su credibilidad. Presupuestalmente, el costo de una elección de esa magnitud y dificultad parece un regateo: primero, se habló de tres mil millones, luego de siete mil, más tarde de trece mil y, ahora, de ocho mil ochocientos millones de pesos. ¿Qué seriedad es esa y cuál la calidad de un proceso cuyo costo puede fluctuar de ese modo?
Tras la paralización del armado del ejercicio, el Instituto ha solicitado una prórroga de noventa días para realizar la elección. Al momento de escribir, el Senado no ha rechazado la petición, pero por llevar todo a la Constitución, la fecha del primero de junio ahí está establecida. Cambiarla supone reformar la reforma constitucional. Decir que da igual si concede o no la prórroga, es un disparate. Estructuralmente, el INE está dividido: aprovechar el ajuste de la ley electoral a fin de realizar la elección de jueces para, subrepticiamente, empoderar a la consejera presidente en demérito del Consejo del Instituto, dio lugar a una controversia constitucional. ¿Sin cohesión se va a embarcar en esa aventura?
Es menester pensar y decidir si es oportuno implementar ahora esa reforma.
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En el plano exterior, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca representa un desafío mayúsculo al gobierno de México.
La composición del equipo del próximo delincuente en la presidencia de Estados Unidos revela que el discurso de campaña será práctica de gobierno. En ese tenor, la hostilidad mostrada hacia el país será acción que, limitada o no, provocará aquí un sacudimiento social-migratorio, económico-comercial, así como en el campo de la seguridad y el crimen. Esto sin considerar cómo se dará la renegociación del tratado económico con Estados Unidos y Canadá, así como los efectos colaterales que pueda provocar la inquietante situación bélica en Europa y Medio Oriente.
Median tan sólo dos meses para estar ante esa realidad que reclama cerrar frentes, ajustar prioridades y elaborar una estrategia capaz de encontrar puntos de apoyo, así parezca absurdo, en las condiciones y presiones internas y externas para sortear la situación que podría prolongarse y definir la posibilidad y la suerte no sólo del gobierno, sino del país en su conjunto.
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Es comprensible el afán del gobierno y Morena de consagrar en la Constitución lo que a su parecer es una transformación radical, no que ignore o minusvalore el cambio de condiciones y el aumento de las presiones que hoy amagan al país. Si en lo simbólico la jefa de Estado ya mostró carácter, ojalá también lo haga en lo significativo.