La tradición establecida por Franklin D. Roosevelt de fijar la agenda y perfilar la posibilidad de un nuevo gobierno en los primeros cien días de su ejercicio, no aplica esta vez en el caso mexicano. Al romperse paradigmas políticos dentro y fuera, faltan referentes para dilucidar por dónde y cómo correrá la gestión de la presidenta Claudia Sheinbaum: cuál será la suerte de su administración… y la del país.
Los retos internos y externos en curso y en ciernes son de enorme magnitud y complejidad, sin mencionar que la germinación de algunos puede acarrear efectos retardados. En tal virtud, extraer conclusiones preliminares sobre el desarrollo y destino de la gestión presidencial –a partir de los días transcurridos, así como de las señales enviadas– es propio de la adivinación, no del análisis.
Desde luego, hay quienes han resuelto con simpleza el enigma. Unos han declarado la autocracia constitucional y otros la verdadera democracia como la estación final del sexenio, reduciendo el cambio de gobierno a la prolongación automática de un proyecto conocido sin reparar en el carácter de la protagonista y los filos de la coyuntura. Unos y otros han hecho del continuismo su credo, sin ánimo de ver ni entender cuanto está sucediendo.
A este gobierno será necesario tomarle el pulso día a día cuando menos durante el primer año, sin desconocer como parte de su fortuna contar con una nula oposición, un alto índice de aprobación social (como lo reportó la encuesta de esta semana de El Financiero) y un cúmulo de poder inaudito, y como parte de su infortunio el acceso de un narcisista desquiciado a la Casa Blanca.
La gestión de Claudia Sheinbaum pinta difícil y, hasta ahora, lleva por sello la incertidumbre y también la prudencia.
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Correrse al centro sin perder el anclaje a la izquierda ni el apoyo social no es sencillo y ese es el desafío de la jefa del Ejecutivo.
No es un asunto voluntarioso, sino necesario. La condición financiera en que recibió la administración obliga a la mandataria a replantear la relación con la iniciativa privada a fin de favorecer la inversión, impulsar el crecimiento y, así, promover el desarrollo. Sin recursos ni posibilidad de profundizar la austeridad y, en cambio, con una serie de obras, programas y compromisos por concluir o atender, sólo un nuevo entendimiento con ese sector podría atemperar la situación.
No es abdicar de la idea de separar la política de la economía. No, pero reposicionado el Estado ante el mercado es preciso fijar los términos de la relación entre sector público y privado. En ese ámbito, la presidenta Sheinbaum ha hecho nombramientos, emprendido acciones y mandado señales sin estridencia, mostrando disposición a encontrar fórmulas de entendimiento, tanto para encarar la situación interna como la externa. Sin embargo, no basta con eso.
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Crear condiciones y generar confianza para la inversión reclama acciones efectivas en al menos cuatro campos: seguridad, corrupción, política y vigencia del Estado de derecho.
Sin alarde y pese al embate criminal, la presidenta Sheinbaum ha dado un giro en seguridad. La combinación y conjugación de atender las causas de la delincuencia sin, por ello, dejar impune el delito revela inteligencia y firmeza. Pero, si esa política no arroja resultados sólidos y consistentes pronto, la inseguridad será retén de inversiones y bujía de malestar social. Los fracasos del PAN, el PRI y Morena en esa área pueden hacer crisis este sexenio.
En cuanto a la corrupción, la postura del nuevo gobierno no es clara del todo, siendo que en ese capítulo la administración anterior quedó a deber. A Morena le ha resultado fácil y rentable denunciar la corrupción sin actuar en consecuencia contra propios y extraños. En ese rubro, la estrategia es una interrogante.
En el campo de la política y la vigencia del Estado de derecho es donde el nuevo gobierno parece no reconocer la adversa circunstancia que afronta. Divorcia su fortaleza política de su debilidad financiera, y actúa como si pudiera seguir la ruta trazada. Pero si, en verdad, quiere atraer inversión, está impelido a ofrecer certeza política y certidumbre jurídica. Valores diluidos en la reforma del Poder Judicial; la instauración de la supremacía “constitucional” –por no decir, “mayoritaria”–; y la desaparición de los órganos constitucionales. Se reconcentró el poder en el Ejecutivo, se restaron contrapesos y se consagró el mayoriteo, sin considerar los factores que ahora entrampan o asedian la acción de gobierno.
Quizá, el anterior y el actual gobierno resolvieron concluir e instrumentar esas reformas sin advertir la situación financiera en que concluiría el sexenio pasado y sin calibrar el peligro supuesto en el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca con su colección de amenazas. Como sea, la realidad hoy se impone y el único rubro en el cual la presidenta Sheinbaum puede intentar ampliar su margen de maniobra y sumar aliados es postergar o cancelar la elección de los impartidores de justicia, un ejercicio que por su origen tiene por destino el engaño o el fracaso con un elevado costo económico y político por sí y por su efecto.
Ensayar un repliegue táctico daría un respiro y, quizá, impulso al gobierno.
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Tal como está el cuadro y a diez días del ascenso al poder de Donald Trump es ilusoria la pretensión de perfilar el curso y rumbo del nuevo gobierno. Es mejor tomarle el pulso día a día y calibrar si hay destreza en la jefa del Ejecutivo y su equipo; madurez, inteligencia y unidad en Morena; y capacidad en ambas instancias para ajustar la postura y encarar el peligro que entraña Donald Trump. Correrse al centro con arraigo en la izquierda es el desafío.