De pronto nos asalta un impulso irrefrenable de decretar tendencias por lo que sucede en otros lados.
Hagamos memoria comentocrática. Las victorias de Biden y Lula inauguraban el fin del accidente populista en Estados Unidos y Brasil. La sensatez había regresado después de la juerga. El péndulo retomaría su curso natural hacia el consenso civilizatorio de la democracia liberal. Los neopopulistas caerían uno a uno, tarde o temprano, por imperativo del bien: Trump, Bolsonaro, luego Ortega, Maduro y, por supuesto, López Obrador.
Desde la otra acera, el triunfo de la izquierda en Chile confirmaba la ruptura continental con el neoliberalismo. El arribo electoral de un exguerrillero y una afrodescendiente en Colombia era la premonición de la imparable rebelión electoral de las mayorías contra las élites depredadoras. Las democracias entraban a una nueva e irreversible era: el gobierno directo del pueblo bueno, sin intermediaciones, poderes contramayoritarios o límites. Después de Boric y Petro, el destino político apunta a Sheinbaum.
Pero resulta que Trump viene de regreso, el régimen de los Ortega sigue imperturbable, Maduro toma respiro en la geopolítica del petróleo, la derecha ganó 18 meses después las elecciones en Chile, Petro no puede cerrar los acuerdos paz…
Y en esas contradictorias ‘tendencias’ andábamos, cuando aparece Milei.
Para una parte de la oposición, y desde una sorprendente simplificación, Milei representa la derrota anticipada de López Obrador. La sociedad en el fondo de sus corazones, aunque no lo sepa o no se dé cuenta aún, adora el capitalismo, atesora la democracia, añora el Estado mínimo. Los argentinos aprendieron la lección con inflación, estancamiento, pobreza. La extinción del Grupo Puebla ya empezó en la próspera pampa. ¡Viva la libertad, carajo!
Del otro lado, Milei es el rostro del horror ultraderechista. De todo eso que traen los machucones conservadores debajo del brazo: privatizaciones, desmantelamiento de los servicios públicos, discriminación, intolerancia. El pueblo de pronto se equivoca o se deja engañar por las seducciones de los conservadores. Necesita mentores que le enseñen el camino. Toda minoría de edad es tortuosa. Más mañaneras para educar.
A mi juicio, el triunfo de Milei no confirma una tendencia liberal ni anticipa el vuelco ultraderechista en la región, como ningún otro resultado previo ha determinado las coordenadas de la política en una u otra nación. No decanta, por supuesto, las probabilidades de continuidad o cambio en 2024. La campaña de Milei sí revela la potencia persuasiva de las narrativas que radicalizan emociones, sobre todo en contextos de precariedad económica o ansiedad social. Es el éxito de una estrategia electoral disruptiva, atrevida, desprendida de la corrección política. No la nueva ley natural de la historia que marcará nuestro destino.
El entusiasmo de la oposición por Milei es probablemente del tamaño de su vacío ideológico. Pareciera que la alternativa política al lopezobradorismo no encuentra otro referente más que un libertario estridente que sacudió al oficialismo. Por supuesto que hay razones para aplaudir el proceso argentino: los ciudadanos participaron copiosamente, el gobierno mantuvo la neutralidad, los derrotados aceptaron el veredicto. Y si acaso hay algo que diseccionar de esa experiencia es la importancia de las definiciones ideológicas y de la consistencia en el mensaje; que no basta con candidatos producidos en los laboratorios de los publicistas; que las sociedades buscan creer en algo.
En México hay una sólida tradición liberal al alcance de una oposición que no ha sabido abrazarla. Un sistema de valores que no sacrifica a la persona por la comunidad, ni lo deja a merced del Estado o del mercado; que reconoce a la familia como un entorno de protección y de desarrollo; que promueve la autonomía personal, sin dejar a nadie atrás; que pone prudencia al cambio y ética al progreso. Antes que los ideólogos de Milei, siempre un Gabriel Zaid.