El saldo del obradorato será una destrucción institucional inconmensurable. No es sólo la captura militar de las funciones administrativas, el desdén por las racionalidades técnicas, la burla de los procedimientos o el relajamiento de los controles. Tampoco esa aplanadora legislativa que no duda en romper la estabilidad de los derechos, empezando por los patrimonios de los pensionados y de la posibilidad de defendernos contra el capricho mayoritario a través del amparo. Se trata de la demolición gradual de los entendimientos mínimos de la organización social. De esas construcciones humanas que evitan que nos preguntemos todos los días si nos podemos sentar a la misma mesa.
Cito dos casos alarmantes. El primero es la represalia política a la determinación del Consejo de la Judicatura Federal de iniciar una investigación interna sobre presión y coacción a jueces y magistrados federales. El exministro denunciado no se somete al procedimiento. Desconoce la competencia del órgano y anticipa desacato a cualquier resolución que recaiga en su contra. Su nueva filiación partidaria es escudo a la rendición de cuentas ante la ley, punto. Su candidata es un fuero mayor que la propia Constitución. El alumno destacado acusa con fervor converso el complot en contra del pueblo y la mayoría oficial emprende con furia el desagravio. El último recurso de la Constitución, el juicio político, al servicio del propósito de silenciar implicados o inhibir el reproche legal. Una crisis institucional nunca vista: todo por el capricho de un ambicioso.
El segundo es un precedente peligrosísimo para la República. La Sala Superior del Tribunal Electoral ha permitido que el Ministerio Público y los factores de poder que influyan sobre su firma, definan la competencia democrática y hasta sobre quién nos va a gobernar. Efectivamente, una mayoría de jueces electorales ha decidido que basta una orden de aprehensión para que un candidato quede inhabilitado para competir y para acceder a un cargo público. Una orden que nunca puede ser una presunción de culpabilidad, sino una forma de conducción al proceso para que un juez imparcial vele por la igualdad de armas entre acusador y acusado. En una lectura letrista de la Constitución, superada por las nuevas racionalidades del sistema penal acusatorio y de la reforma en materia de derechos humanos, ahora bastará que un Ministerio Público acuse de un delito fabricado a un candidato a la Presidencia con un citatorio amenazante, para que quede excluido de la competencia, incluso cuando se encuentre protegido por una suspensión de amparo. Nuestro tribunal constitucional de los derechos políticos y electorales ha legitimado los desafueros ministeriales.
Me imagino a un juez constitucional en cualquier democracia seria revisando la prensa el día de hoy, justo antes de decidir si nuestros derechos político-electorales pueden estar a merced de persecuciones políticas a modo. Con primeras planas sobre cómo se puede manipular la justicia y largas crónicas sobre el abuso del poder desde un piso 14. Un juez en una democracia decente habría reparado en las consecuencias prácticas de la decisión. ¿Cómo afectarán mis razones y mi voto a la preservación y al cumplimiento de los fines constitucionales? ¿Cuál es el contexto político y social de mi decisión? ¿Es razonable entregar a fiscales carnales, con nuestra crónica debilidad institucional y la corrupción que nos corroe, la decisión de quién está en la boleta? ¿No le estaremos haciendo el servicio a otro Zaldívar para que le entregue ofrendas judiciales al poder y termine de matraquero electoral?
El obradorato conquista parcelas de poder no sólo porque puede, sino porque hemos dejado de defender hasta aquellas intuiciones que nos permiten ser libres. Que nadie se llame a sorpresa.