La intervención del Presidente en los procesos electorales es incontrovertible. La conferencia matutina es el templete diario del candidato sin boleta. Desde ahí difunde encuestas, promueve la continuidad de su partido, presume obras y logros de gobierno, elogia a su candidata, apedrea a opositores. López Obrador es probablemente uno de los servidores públicos más sancionados por violación a las reglas de neutralidad del poder público. Del 1 de diciembre de 2018 al 27 de marzo de 2024, la Sala Superior del Tribunal Electoral determinó la existencia de infracciones en 17 casos y dictó medidas cautelares en otros 43 expedientes. El dato es preocupante a poco más de un mes de la elección: 60 resoluciones definitivas e inatacables implican al Presidente que hace no muchos años, como candidato, mandaba a silenciar chachalacas.
El presidente López Obrador ha sugerido la posibilidad de un fraude electoral en contra de su movimiento (mañanera, 12/03/2024). En su muy persuasiva y exitosa conspiranoia, desliza que cualquier resultado adverso será ilegítimo. Su derrota sólo puede ser consecuencia de un golpe técnico de Estado fraguado por una minoría clandestina con potentes tentáculos en las instituciones electorales. Dado este contexto, surge inevitablemente la cuestión sobre si López Obrador y su partido aceptarán o no los resultados de la elección. ¿Qué posición asumirá el Presidente en un escenario cerrado como el de 2006? ¿Arbitraje de Estado o parte litigante? ¿Desconocerá a un Congreso de mayoría opositora? ¿Se negará a reconocer alternancias locales, empezando por las muy cerradas elecciones en Ciudad de México y Veracruz?
Esta elección puede ser la más violenta de la historia. De acuerdo con la firma de inteligencia Dataint, 112 personas vinculadas a las elecciones han sido asesinadas, 32 eran candidatos. La consultora Integralia concluye que en 15 estados hay un alto riesgo de que el crimen organizado intervenga directamente en la elección, no sólo intimidando ciudadanos o inhibiendo la participación, sino decidiendo con balas al ganador o llenando urnas, como se pudo probar en el caso Michoacán (se anularon por violencia todas las secciones de cuatro municipios completos, más de 40 mil votos invalidados). En el escenario de una ostensible incidencia del crimen organizado en ciertas zonas del país, ¿Morena cuestionará en su beneficio la legitimidad de la elección, cuando sus gobiernos son los directamente responsables de prevenirla y contenerla? ¿Apostará a las nulidades para recuperar distritos o municipios perdidos? ¿Se dejarán pasar elecciones bajo el argumento formalista de la falta de evidencia o la inexistencia de efecto determinante en el resultado?
La combinación entre intervención presidencial, resultados cerrados, violencia política y litigiosidad poselectoral incitan a preguntar cuál será la posición de las Fuerzas Armadas ante una crisis institucional. ¿Se acuartelarán hasta que los civiles resuelvan los conflictos para evitar el desgaste o los riesgos del uso de la fuerza? ¿Se sujetarán al comando de una parte interesada? ¿Ejercerán una función de arbitraje, con todas las implicaciones de la injerencia directa de la Fuerza Armada en la política?
Porque las respuestas comprometen y los silencios excusan, quizás es hora de hacer estas preguntas en voz alta: en el INE, en el Congreso, en la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional. En público y en las instituciones, como cualquier democracia seria, serena y reflexiva. Precisamente para no tener que contener la respiración frente al precipicio.