Cronopio

¿El fin de la República?

La República democrática no necesariamente debía morir tras el 2 de junio. Es innegable que la intervención del Presidente alteró las condiciones de equidad en la contienda.

Porfirio Muñoz Ledo decía que México ha tenido cuatro definiciones constitucionales en la forma y modo de una República. La de la Independencia, con la Constitución liberal de 1824; la de la Reforma Juarista, en 1857; la Constitución social de 1917, que heredó las aspiraciones del breve episodio democrático del maderismo y de la Revolución mexicana, y la República democrática que –ingenua o interesadamente– él mismo hizo el esfuerzo por encuadrar históricamente en el obradorismo. “La ‘4T’ es la cuarta República”, llegó a decir antes de emprender el testimonio de disidencia crítica que se llevó a la tumba.

Esa República democrática que Muñoz Ledo quería materializar en una nueva Constitución es el régimen pluralista de la transición. Por eso insistía en reordenar en un nuevo pacto refundacional la evolución gradual de los consensos que dieron forma a la democratización del país, pero también en resguardar jurídicamente las desconfianzas que la explican. Y es que la promiscuidad reformista de nuestro constitucionalismo se explica más por la intención de proteger contenidos e instituciones de la voluntad impredecible de mayorías políticas volátiles y cambiantes, que por un “espíritu consensualista” de nuestro pluralismo. La Constitución está plagada de detalles, plazos, excepciones y reglas transitorias porque las técnicas de rigidez y supremacía garantizaron, precisamente, la estabilidad de acuerdos frágiles. Petrificar hoy para disciplinar al legislador del futuro.

La República democrática no necesariamente debía morir tras el 2 de junio. Es innegable que la intervención del Presidente alteró las condiciones de equidad en la contienda. Retornamos a los tiempos de las elecciones de Estado con carretadas de dinero público y árbitros capturados. Se falsificó, ciertamente, la representación con la argucia de las coaliciones de transferencias de triunfos. Pero también es cierto que la voluntad de los ciudadanos se expresó nítidamente. Las democracias, tomadas en serio, pueden legítimamente configurar situaciones hipermayoritarias, carros completos, aritméticas abrumadoras de prevalencia política de unas expresiones sobre otras. Pero las mayorías no son sospechosas por su dimensión, son autodestructivas por su modo de proceder: cuando derrotan, cuando se imponen a las restricciones, a los límites y los contrapesos, y se convierten en facciones que sólo procuran su propio interés.

El fin de la República democrática, de ese régimen falible, imperfecto y de expectativas reiteradamente frustradas, pero que ha generado el mayor periodo de libertades, prosperidad y estabilidad política, económica y social en la historia de la nación, se cimbrará como la hemos conocido hasta hoy, si tiene éxito el propósito de reestablecer un nuevo partido hegemónico de Estado y si, mediante la reforma judicial, la mayoría cercena la función de la Constitución de proteger los consensos y de restringir la voluntad arbitraria de los poderes. De esa pescadilla que se come la cola: la mayoría que usa su poder para desatar sus contenciones y reescribe o reinterpreta la Constitución para garantizar su hegemonía.

Como la historia sugiere, el partido hegemónico de Estado no es sólo la consecuencia de un conjunto de incentivos o de reglas que vuelven testimonial la competencia, sino de una actitud de autosumisión política a la jefatura política de la mayoría, viva en Palacio Nacional o en un lejano rancho de Chiapas. Las clientelas y corporaciones que se adhieren para disputar los favores y privilegios. La gran alianza de partidos que ha regalado la mayoría calificada parece el primer paso. Partidos vacíos que sólo colorean una voluntad unívoca. ¿Vendrán después los sectores militares, sindicales y empresariales del nuevo partidazo de México?

El riesgo de la reforma judicial es que nos quedaremos sin juez que detenga la arbitrariedad. No sólo la Corte que expulsa la ley inconstitucional, sino el juez que paraliza sus efectos mientras se dirime la razón de la afectación o el daño. Esa reforma es el fin del constitucionalismo de la transición: de la doctrina, práctica y patriotismo de someter todas nuestras diferencias al marco axiológico y organizacional de un pacto que nos incluye a todos, porque no excluye a nadie. De la República que era democracia con Constitución, voluntad popular y libertad, forma y modo de gobierno.

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