Cronopio

La Corte y las remuneraciones

La reacción del presidente y de sus líderes parlamentarios con respecto a la admisión del recurso y la suspensión de la Ley de Remuneraciones es un preocupante reflejo autoritario.

Los privilegios en el sector público son indefendibles. No hay un solo argumento que justifique los niveles que han alcanzado las remuneraciones de ciertos altos funcionarios. Mucho menos en comparación con los sueldos que ofrece el mercado para la mayoría de los mexicanos. Sin duda, hay razón en la indignación que subyace a esta discusión: en México, para una reducida y selecta minoría, el servicio público se paga muy por encima de su valor en términos de las cualidades exigidas, de su productividad marginal o de su aporte a la utilidad social.

¿Cuál es la causa del crecimiento irracional y desmedido de los sueldos y prestaciones de la alta burocracia? La discrecionalidad con la que se decide cuánto perciben los servidores públicos. Justamente eso pretendió la reforma constitucional de 2008: establecer los órganos, procedimientos, principios y contenidos indisponibles para todos los poderes y entes públicos, federales o locales, para determinar los tabuladores e individualizar las percepciones. Es decir, reducir la libertad de configuración de la que han gozado los entes públicos y, en particular, establecer las dimensiones de realización de la facultad específica de señalar las remuneraciones de los servidores públicos al aprobar anualmente los Presupuestos de Egresos.

¿La Ley de Remuneraciones tiene los méritos suficientes para suponer que esta discrecionalidad llegará a su fin? Lo dudo. Aprobada en un arrebato de arrogancia mayoritaria, más que con el propósito de construir una política pública, la ley no desdobla correctamente el sistema constitucional de las remuneraciones. Por un parte, en los casi 10 años que estuvo la minuta guardada en un cajón, la Constitución ha cambiado de manera profusa, sobre todo en la expansión del régimen de autonomías y la creación de nuevas figuras como los reguladores o las empresas productivas del Estado. Estas nuevas realidades implican un conjunto de garantías institucionales que tocan la forma en la que se deben determinar, entre otras cosas, las percepciones de sus integrantes. Por otra parte, la ley no establece ningún procedimiento para estimar las remuneraciones, esto es, para aplicar los criterios previstos constitucionalmente, sino que simplemente reenvía a la decisión que adopta la Cámara de Diputados sobre el sueldo del presidente para estructurar la pirámide salarial del sector público.

A diferencia de la indebida delegación que la ley hace a la decisión política de los presupuestos anuales, el modelo de remuneraciones después de la reforma implica que la Constitución fija las bases, una ley debe determinar los órganos y procedimientos para individualizarlos, mientras que los presupuestos únicamente deben hacer la función de monetizar su valor. Un sistema jerarquizado de normas, con distintos ámbitos de validez, para desdoblar los contenidos fundamentales.

La inconstitucionalidad de la ley es, pues, por omisión parcial: la Constitución prevé una serie de contenidos que, a través de una reserva de ley, deben necesariamente reglamentarse por el legislador democrático. Las consecuencias de su aplicación no son sólo la precarización del servicio público, la fuga de capital humano, la captura institucional o los incentivos a la corrupción. Peor aún: la ley traslada al ámbito penal las responsabilidades por su incumplimiento. Sin marcos razonables de certeza, su aplicación puede enviar a muchos a la cárcel. A los que reciben, pero también a los que pagan.

La acción de inconstitucionalidad es un vehículo pertinente para que la Corte interprete el sistema constitucional de remuneraciones. Para decidir qué debe decidir la ley y cuál es el objeto del Presupuesto; la incidencia de la decisión del salario presidencial en la órbita de funcionamiento de otros poderes y órdenes de gobierno; los alcances de las garantías de estabilidad y no regresividad salarial con la que están dotados ciertos órganos del Estado; las excepciones que la propia Constitución prevé para las nuevas empresas productivas del Estado; el contenido esencial y vía de calificación del trabajo técnico o por especialización; la relación de la ley con las condiciones generales de trabajo o los contratos; los derechos adquiridos según el tipo de relación laboral; las reglas para el desempeño de varios empleos públicos, etcétera.

No es ofensa ejercer una acción para aclarar el sentido de la Constitución y la regularidad de una ley. Dirimir los conflictos en la pluralidad es la función de la Corte. La reacción del presidente y de sus líderes parlamentarios con respecto a la admisión del recurso y la suspensión de la ley es un preocupante reflejo autoritario. No es una crisis constitucional, ni un atrincheramiento de las élites. Todo lo contrario: es el simple y llano recurso a la Constitución para coexistir entre distintos.

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