Ahora, bajo las inclemencias de una pandemia sin fecha de término, los países en desarrollo y sus mercados emergentes ven perdidas sus esperanzas, consignó la semana pasada The Economist. Atrás quedan, quién sabe hasta cuando, las expectativas de unos ‘alcances’ espectaculares protagonizados por los BRICS, hoy casi legendarios, que China había logrado concretar en históricas ganancias en términos de niveles de vida y bienestar, capacidad de innovación y exportación, hasta de convertirse en un nuevo líder de lo que otrora llamábamos el ‘tercer mundo’.
En aquel entonces, tanto los dirigentes de India como de China lo habían proclamado desde la Conferencia de Bandung a fines de los cincuentas, como la nueva vanguardia revolucionaria mundial. A fines del siglo XX renació la esperanza, basada en el crecimiento y la modernización globalizantes.
Pero las promesas de la globalización no hicieron verano y ahora se ha volteado la perspectiva; en vez del catching up y la convergencia progresiva, tan brillantemente estudiados por el profesor Michael Spence en The Next Convergence, se observa una nueva oleada de estancamientos y recaídas en las economías en desarrollo, salpicadas de revueltas, encono popular, aventuras populistas y autoritarismos de todo tipo. Si bien el mundo no parece abandonar del todo sus fuerzas globalizantes, los frutos se redistribuyen a lo salvaje y se potencian por los ataques inclementes de las sucesivas olas pandémicas que ahondan debilidades y vulnerabilidades de esas naciones y hacen surgir nuevos obstáculos a su evolución socioeconómica.
El contraste no podría ser más agudo: vacunas suficientes o no; camas y oxígeno; pobreza encanijada y extendida o protección social recuperada como lema y acción por gobiernos y coaliciones progresistas del mundo rico. Despeje de la ecuación: más pobres y enfermos en el sur extenso e interminable; más migraciones; en el norte recuperaciones lentas pero cada vez más sostenidas; un norte también horadado en estructura y carácter, pero dando cuenta de flexibilidad y capacidad de sobrevivir.
Nuestro vernáculo contraste no puede ser más doloroso. La ahora célebre ‘resiliencia’ sirve para aguantar carencias, penurias y empobrecimientos, pero no encuentra convocatorias e iniciativas desde la cumbre del Estado para formar filas en alguna empresa mayor para el desarrollo y no para la venganza.
La idea, convertida en ilusión por la contumacia gubernamental, de que podemos imaginar un México para todos, porque todos lo construyen, no solo no encuentra cobijo y buen puerto en la política de la democracia y el aliento popular, sino que se pierde en un vacío retórico de despropósitos que vacían la política de sus contenidos democráticos y populares. Y para eso de poco o nada sirve el nuevo juguete de la revocación de mandato, que nadie le pidió al presidente.
Recuperar ánimo no será cosa rápida; va más allá de bravatas. Implica cambio de piel y verbo en y del comportamiento de la dirigencia. No podrá haber recuperación que nos lleve a un nuevo curso de desarrollo, en medio de disputas pueriles como la que ahora sufrimos en relación con los semáforos sanitarios y el inopinado arbitraje del presidente.
Si no fuera tan grave la circunstancia que se vive, hasta podríamos sacar raja de esta fantochada, pero no podemos ni debemos hacerlo. En medio hay miles de vidas humanas que reclaman no jugar con fuego.