Rolando Cordera Campos

Mala hora la de México

La política cada vez más adquiere contornos de una actividad frívola, de vidas vacuas y huecos estribillos.

Los escándalos en los que se ven envueltos, en sus redes y fuera de ellas, personajes de todas las denominaciones y raleas acredita con creces la idea de que los políticos se han convertido en un grupo que actúa por encima o al margen de la sociedad, en la virtualidad de las redes y los filtros del Instagram.

Puede tratarse de un caso extremo, todavía en curso, de autismo, pero quizá sea demasiado proyectar.

Para ejemplos basta abrir cualquier periódico, sintonizar estación radial o canal televisivo: cotidianamente los enredos y desaciertos, del brazo y por la calle con el crimen que se ceba en los jóvenes y desvalidos.

Ahí están, desde la chusquería regia del ascenso y la caída de la nueva apuesta naranja, hasta la imposibilidad cotidiana del Frente por ser en verdad Amplio. Frente a nosotros, una candidatura que sonaba atractiva y para no pocos exitosa, limitada no sólo por los intereses mezquinos de los detentadores de las franquicias partidistas, sino por la incapacidad frentista para poder articular discursos y propuestas creíbles, congruentes.

En el otro extremo de los humores públicos, se ubican las buenas conciencias, los ingenieros de los segundos pisos para quienes la política es, nos lo dicen, sólo servicio al pueblo. Todo radica en un saber esperar interminable.

Qué difícil resulta, en este entorno de carpa en que han caído buena parte de los intercambios públicos, no compartir la idea, que ayer parecía una errónea ocurrencia de algunos, de que la competencia política y la política toda, no son más que una contienda por puestos y presupuestos; que, como dicen las arcanas consejas de sacristía, la política  haya devenido en una perversa forma de entretenimiento de algunos, donde con esmero demuestran sus carencias ideológicas y políticas; de una “clase política” que sin sorna se adhiere a códigos de conducta violatorios de normas y reglas acordadas. Y a la luz del día, en aras de una transparencia digna de peor nombre.

Para no pocos, la política cada vez más adquiere contornos de una actividad frívola, de vidas vacuas y huecos estribillos. Fracaso y desfondamiento de los partidos subsidiados, abusos y cinismos de los poderes fácticos y formal, miopía de las elites para limitar sus privilegios y desde ahí denunciar los de los otros; en fin, cultivo de una intolerancia edulcorada como polarización, frustraciones colectivas, temor abierto ante el avance de la violencia criminal y la inseguridad en todas sus formas: tal es el contexto en el que están inscritos nuestros dilemas.

Por todo esto, por lo complicado de este “momento” mexicano que nada tiene que ver con el que nos prometiera la revista Time hace unos años, es que tenemos que convocarnos, como sociedad política y comunidad nacional, a negarnos a negar como lo hace el gobierno a diario; a buscar mejores y eficaces formas de cooperación y comunicación colectivas.  La tarea es impedir el derrumbe de nuestro orden democrático que, contrahecho y todo, nos ha permitido apelar a ciertos contrapesos imprescindibles para la convivencia y aspirar con realismo a formas de entendimiento racionales y cívicas.

Como ha sucedido en otras ocasiones, la sucesión presidencial recarga expectativas que abruman la reflexión crítica, pero hoy  es indispensable reconocer y asumir nuestras brechas y fallas geológicas en el Estado, en el carácter social y el talante deliberativo y reflexivo. Lo urgente es rechazar una banalización de la política de la que sólo puede ser usufructuaria la antipolítica, hoy convertida en banda asesina.

Mala hora la de México si avanza el sinsentido de la antipolítica y acaparan las plazas la mediocridad y la trivialización de los discursos. De aquí la urgencia de rechazarlas como formas de intercambio político y de adoptar, ¡Oh Weber! Un mínimo sentido de responsabilidad.

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