Desde antes de que la pandemia dictara la cotidianidad del mundo y sus alrededores, sacando a flote descuidos, omisiones, respuestas tardías, limitadas e incompletas, era evidente que entre nosotros las cosas no iban bien del todo. Ni en la economía ni en la política.
Ningún signo, menos discurso alguno, podía servir de prenda de garantía para dar por hecho un vuelco transformador. Ninguna democracia absoluta había llegado a Palacio Nacional en diciembre de 2018. Tan solo, tal vez, la esperanza.
Las reglas democráticas, escritas a varias manos y cantadas con diversas voces, cuya principal prenda ha sido la alternancia que ha dado y quitado el poder respondiendo al llamado del voto, desembocaron en legislativos y ejecutivos multicolores. Un festejo pluralista que olvidó alinear al marco político democrático la atención de las múltiples necesidades sociales acumuladas y que optó por olvidarse de la gran tarea de recuperar el desarrollo.
No nos preguntamos los ciudadanos, como tampoco lo hicieron nuestros representantes, por algunos temas elementales pero vitales, como los que podríamos resumir bajo el vocablo desarrollo. No hubo mirada retrospectiva alguna en busca de respuestas que (nos) explicaran el extravío sufrido por nuestro desarrollo económico y social, lo que inevitablemente afectaría nuestra evolución política como pueblo, en los términos con que el maestro Justo Sierra gustaba referirse al desarrollo nacional.
El andamiaje político-electoral construido en los años ochenta del siglo XX ciertamente ha permitido que todos los partidos y sus grupos políticos recorran caminos antes transitados solo por algunos ‘elegidos’, pero no ha auspiciado entender ni atender nuestras carencias y atrasos, (re)construir un país con agudas desigualdades sociales y estructurales, sin integración social, económica ni geográfica, sediento de justicia social y legal; de alcanzar una auténtica protección por parte del Estado.
Ahora, al calor de una crisis originada por un virus que ha derivado en diversas afectaciones del organismo republicano, lo que México reclama son llamados a colaborar y no demoliciones sin rumbo. Una convocatoria a la sociedad toda, a sus comunidades y fuerzas productivas, a investigadores, académicos, empresarios… a (re)construir nuestro espacio común.
Hacerse eco de una convocatoria como la esbozada, debería enfocarnos en la tarea de crecer material e institucionalmente; organizarnos para progresar y redistribuir, aumentar sostenidamente el empleo productivo y bien remunerado, crear capacidades de producción de bienes públicos, rehabilitar nuestro hábitat social. Lo que no hemos hecho y más bien hemos soslayado vergonzosamente.
Que el Congreso discuta y explore cómo abrir más y mejores espacios fiscales, qué ingredientes debiera contener una reforma tributaria recaudatoria y redistributiva; cómo aprender a gastar más y mejor, en vez de incurrir en austeridades sin sentido. Nada de esto es discurso velado, ni sugerencias para volver a un pasado ‘neoliberal’. Se trata de poner a trabajar el sentido común en situaciones complicadas como la que vivimos. En aras de alguna definición satisfactoria de bien común o interés general.
Hacer frente a la reconstrucción de la infraestructura básica para el bienestar social, subsanar nuestros graves déficits institucionales. Insistir en el tema de los acuerdos emanados del diálogo y en la urgencia de contar con las políticas necesarias, no es llamado ingenuo ni empeño baladí. Es compromiso elemental con una responsabilidad ciudadana, solidaria y comprometida.
No es asunto de homilías sino de elaboraciones racionales abocadas a abrir brecha en un territorio convertido en gran laberinto por la propia fuerza de la historia y de sus fuerzas telúricas. Nada lograremos ahogándonos en persecuciones sin fundamento ni en acosos a lo mejor de nuestras comunidades de pensamiento.
La mirada tiene que dirigirse hacia otras coordenadas para no extraviar lo que nos queda de democracia y respeto mutuo. Eso es lo que también está hoy en peligro.