No es costumbre instalada en nuestro cuerpo político voltear a donde están los damnificados por desastres como el que hemos vivido en estos dos años. Menos ahora cuando sus pobladores viven autosatisfechos de su calidad de ‘clase’ en sí y para sí, como diría algún marxista trasnochado.
Algo ocurrió en nuestro trayecto hacia una comunidad política madura, en el camino se quedó el más elemental de los mandamientos de toda buena política de Estado, mucho más si se la quiere democrática. El mandato establece con claridad meridiana, probada por milenios de historia, que el primer deber del gobernante es velar por la seguridad de sus ciudadanos, súbditos o seguidores; no acatarlo, lo sabían los antiguos, llevaba a la indiferencia mutua de gobernados y gobernantes, erosionando el régimen cuando no a la comunidad toda.
Así ha ocurrido, y sigue ocurriendo, en la historia de las comunidades humanas, de eso hablan los sucesivos éxodos de pueblos enteros que se mueven entre países o, como ocurre ya con nosotros, entre regiones y localidades dentro del territorio que, se dice, sigue bajo el resguardo del Estado y sus fuerzas del orden.
Ahora, centenares de miles de mexicanos se mudan ya no solo para mejorar sus condiciones materiales sino para sobrevivir, y se topan con la cruel realidad de que en el lugar escogido para el resguardo las cosas están peor. Ahí están para dar testimonio de la inseguridad creciente los habitantes de vastos territorios michoacanos y de regiones costeras de Colima, colindantes con el incendiado Michoacán.
Un componente obligado de la seguridad de las personas es el del bienestar material básico, que en su mayoría depende de la provisión suficiente y oportuna de bienes públicos por parte de los gobiernos y del Estado en su conjunto. Aunque hoy haya de nuevo que singularizar lo básico de lo básico: cuidado de la salud, prevención y atención a la enfermedad, acceso a la buena educación, contar infraestructura mínima necesaria para que los educandos no solo se hagan de conocimientos generales, sino que se formen, y que tengan oportunidades de ascenso en la escala profesional.
Las cuentas no son alegres en ninguna de estas asignaturas; los mexicanos no solo se sienten inseguros sino vulnerables económica y socialmente, hasta llegar al fondo de la sociedad que se ha repoblado por nuevos pobres que en masa acentúan la desigualdad originaria y que, tan solo para asegurar el sustento primario, extienden sin fecha de término una heterogeneidad estructural que lleva a ingresos ínfimos y cuotas de productividad insignificantes.
Estas carencias e insuficiencias deberían bastar para configurar un programa nacional de rescate y reconstrucción y empezar a caminar hacia un nuevo rumbo para el desarrollo nacional. Sin estos componentes, no hay proyecto nacional que pueda reclamar apoyo y legitimidad de la ciudadanía. Tampoco es de esperar que soslayando nuestras carencias se mantenga en el tiempo y se afirme en el territorio la aprobación popular.
Las bases de la discordia y la división están sentadas por tanta pobreza y tan aguda y prepotente desigualdad. Evitar que se vuelva, de nuevo, credo de ilusa reivindicación puede probarse, mas pronto que tarde, un espejismo destructivo.
Hablando de responsabilidades y razón de Estado, que es de lo que a veces hablan nuestros gobernantes, un deber de justicia es erradicar la pobreza y las desigualdades, temas y problemas básicos que solo desde el Estado, que decimos democrático, pueden encararse y empezar a superarse. Sin este compromiso básico, no puede sino sobrevenir el “sálvese quien pueda y el todos contra todos”.