En un agudo libro escrito luego de la primera tormenta global del nuevo siglo, el estudioso inglés Colin Crouch acuñó un título demoledor: La misteriosa no muerte del neoliberalismo (The Strange Non Death of Neoliberalism, Polity Press, Cambridge, UK, 2011). En su opinión, ni aquella ola de devastación financiera y económica ni las siguientes serían suficientes para borrar del mapa esa configuración que no es solo ideológica sino de poder, no solo metropolitano sino global.
El neoliberalismo del que hablamos puede tener mucho que ver con lo ideado por los apóstoles del mercado mundial unificado encabezados por su prior Von Hayek, pero en el fondo y ahora ya en la superficie tenemos que admitir que se trata de un sólido edificio argumental y de poder con alcances más que globales. Sobre todo si tomamos en serio la aseveración de Branko Milanovic de que por primera vez el mundo y su economía se organizan por un solo modo o forma de producción: el capitalismo.
Crouch presenta su tesis con sencillez: más que de un litigio ‘estructural’ entre Estado-mercado, como sin duda se ha dado a lo largo de la historia moderna, lo que hoy sobresale es una triada que obligadamente contempla un actor específico, pero con alcance planetario: la gran corporación articulada por la Alta Finanza que, diría Polanyi, está encarnada por los portentosos grupos bancarios que, encabezados por los colosos norteamericanos, fueron los que desencadenaron las crisis de 2008-2009. También, paradójicamente, los primeros y más protegidos por los Estados que los concibieron como “demasiado grandes para caer” (too big to fail) y como pieza clave para el futuro del capitalismo, sistema que dominaba el escenario de una economía internacional como gran hegemon global por encima de estados, naciones y arreglos institucionales de todo tipo.
El neoliberalismo actual obliga a asumir una complejidad socio-económica férreamente entrelazada con la política y, desde luego, con los instrumentos de construcción y afirmación hegemónica que nunca puede darse por resuelta de una vez y para siempre. Tener presentes a estas grandes configuraciones y reconfiguraciones de poder y capacidad productiva es obligado si lo que se busca es encauzar reclamos crecientes de protección social y justicia distributiva; articulados, además, por la conciencia humana de su fragilidad y vulnerabilidad frente a una naturaleza que hasta hace muy poco dábamos por dominada y a nuestro servicio. Lidiar con esta configuración universal puede probarse muy costoso y dar lugar a enormes desarreglos productivos, distributivos, comerciales y laborales.
Hagamos un rápido repaso a lo que, en los términos apuntados, significa concretamente el TMEC. Los intercambios ampliados por estos acuerdos significan mucho para muchos, y no han dejado intacto prácticamente ningún territorio del mapa mexicano. En menor escala, tal vez, pero con crecientes implicaciones sobre el trabajo, la economía y la cultura estadounidense, la impronta ‘transterritorial’ mexicana, como la llama Tonatiuh Guillén, se traduce en lenguaje y comida, empleos y remesas para estadounidenses y mexicanos, si no por igual sí en escala cada vez mayor.
Las magnitudes del intercambio regional se incrementan y con ellas la presencia de las corporaciones del automóvil, la tecnología y otras aventuras de dominio y presencia transnacional. Toca a estas figuras, resumen del capitalismo sin fronteras que de nuevo se prepara para afirmarse universalmente como modo de producción y vida, inscribirse en las estrategias de apoyo y protección que exigen cada vez más las comunidades humanas.
Tenemos que encontrar respuestas y propuestas que vayan más allá de la convocatoria a destruir al neoliberalismo. Atreverse a la prosperidad, como postulan los socialdemócratas alemanes, con los medios que nos permite la democracia, quiere decir convocar, discutir, imaginar, sumar y arriesgar, lo que exige afinar el temple y la mirada. Lo que está en juego no es apuesta menor, se trata de la supervivencia de la especie.
Reconocer la realidad no significa resignarse ante ella. Sí implica asumir su complejidad y no caer en simplificaciones desastrosas.