Rolando Cordera Campos

Encauzar el descontento

Reconocer daños y perjuicios, damnificados y omisiones es tarea prioritaria de un Congreso que se dice comprometido con la reconstrucción y el tránsito a un nuevo curso de desarrollo.

Carmen Aristegui, ejemplo de perseverancia y fidelidad a principios éticos.

A la negación del desarrollo como compromiso de Estado y compromiso constitucional con la justicia social en que ha incurrido el gobierno, hay que agregar la inconclusa crisis de incorporación que se produjo en México desde fines del siglo pasado. La salida acordada, en términos de reglas y procedimientos democráticos, no solo fue incapaz de satisfacer reclamos básicos, sino que gestó nuevos desencantos, entendidos por no pocos, como desafectos con la democracia como forma acordada para dirimir las diferencias y acceder al poder formal, más que en la democracia.

Los vectores de esta encrucijada son múltiples, pero los acuerdos democráticos alcanzados aquellos años no contemplaron bajo qué normas encararlos, encauzarlos y ofrecer perspectivas de mejoramiento y superación en horizontes temporales creíbles para quienes sufrían esta circunstancia adversa.

No ha habido incorporación plena al acceso a los bienes terrenales y a las oportunidades, supuestas o realmente atribuibles a la tan prometida modernidad. Y, por si falta hiciera, la pandemia y su secuela de confinación y desplome económico han confirmado la penuria como hábitat fatal de muchos.

Este ‘quedarse en medio’, se ha emparejado con las inconclusiones del proceso transformador prometido por el tránsito a una economía abierta y de mercado y con la reproducción de los ‘muchos Méxicos’, que el llamado Consenso de Washington no pudo exorcizar.

El malestar de amplias capas de la sociedad urbana mexicana encontró aliento y esperanza en el movimiento encabezado por López Obrador desde 2006 y con especial fuerza desde fines del gobierno anterior. De aquí su raigambre estructural y las mil y una lealtades que el reclamo ha concitado.

Como hace años lo expresaran brillantemente Fernando Filgueira, Luis Reygadas, Juan Pablo Luna y Pablo Alegre (“Shallow states, deep inequalities and the limits of conservative modernization: the politics and policies of incorporation in Latin America”, en the great gap: inequality and the politics of redistribution in Latin America, Merike Blofield Ed., Penn State University Press, University Park, 2011):

“El proyecto elitista de los años ochenta (…) fue en muchos sentidos de modernización conservadora: aceptando e incluso impulsando la democracia electoral y la expansión del mercado y de la educación, pero limitando el alcance de políticas aceptables, de tal manera que la desigualdad en la distribución del ingreso y el acceso a las oportunidades se mantuvo como un aspecto dominante si no es que aun mayor en la región”.

No se trata, siguen nuestros autores, solo de la desigualdad, la pobreza o la exclusión. Se trata de todo esto en combinación “con otras transformaciones socioeconómicas (urbanización, incorporación al mercado de trabajo, avance educativo y exposición a nuevas pautas de consumo) y también un ingrediente político crítico: la expansión y experiencia con la democracia electoral durante las dos últimas décadas”.

Coyuntura de honda profundidad y larga data a la que tendría que haber dado no solo respuestas políticas integrales la Cuarta Transformación, sino dedicarse a la búsqueda de consensos amplios y plurales en torno a un programa de gran envergadura. No ha sido el caso y ahora enfrentamos honduras que a veces parecen no tener fin.

Buscar el fin adelantado del gobierno, como a veces parece quererlo el propio presidente, no es salida a la tarea reconstructiva que requiere con urgencia nuestro país. Tampoco lo es seguir posponiendo, sin fecha de término, el obligado ajuste de cuentas del Estado y la empresa, del poder constituido y del capital, saldos de la gran transformación intentada en los últimos treinta años.

Reconocer daños y perjuicios, damnificados y omisiones es tarea prioritaria, o debería serlo, de un Congreso que se dice comprometido con la reconstrucción y el tránsito a un nuevo curso de desarrollo. Órgano deliberativo que, al lado de las organizaciones de la sociedad civil que incluyen a las fuerzas productivas, debería estar encargado de la enorme tarea de identificar prioridades y obstáculos para empezar la marcha que será larga, pero que urge iniciarla ya. Hacerlo, además, con la prudencia necesaria para no caer en emergencias dominadas por el ruido y la furia del encono.

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