Sabemos que ninguna nación puede aspirar al crecimiento económico y al desarrollo si no cubre los mínimos indispensables: inversión bruta fija y capital físico. Intuimos también, aunque solemos soslayarlo, que el abuso de ese teorema puede remitirnos a una especie de ‘fundamentalismo del capital’ que pronto resbale hacia terrenos pantanosos y reste legitimidad a la empresa del desarrollo en su conjunto. Así, agotados, casi de modo unánime proclamamos: ‘las instituciones importan’, afirmación que precisa asumir la complejidad de la tarea institucionalista. Se trata, entonces, de no incurrir en un ‘monocultivo institucional’ que confunda la relevancia de las instituciones con su pertinencia y crea que es suficiente adoptar el tipo de instituciones que han funcionado en países hoy desarrollados. No es así, ni siquiera en el caso de la adopción a ultranza de ‘los mercados’ como manantial de innovación y crecimiento sostenido.
Innumerables veces hemos tropezado en la búsqueda de un desarrollo que se extravío con las crisis financieras de los años ochenta y que se volvió evanescente al imponerse la hiperglobalización que, se dijo, permitiría retomar un crecimiento sustentado en objetivos ambiciosos: bienestar social, aprendizaje democrático y entronización de los derechos humanos, como criterios rectores para evaluar el desempeño de Estados y sociedades.
Fin de la historia: gracias al mercado mundial unificado Estados y naciones, sociedades y pueblos seríamos productivos e innovadores, el desarrollo emergería de manera natural como fruto de la competencia, de los avances de la productividad y de los saltos tecnológicos.
El cuento de este nuevo y feliz mundo hubo de someterse a examen extraordinario en 2008, cuando estalló la Gran Recesión y la alerta pasó a ser alarma ante la posibilidad de que la recesión deviniera en depresión. Algunos gobiernos actuaron de inmediato y salieron al paso de dicho espectro con acciones contracíclicas. Otros no solo mostraron reflejos tardíos, sino que cayeron bajo el embrujo de una crisis de deuda, resultado de un descuidado gasto excesivo contra el ciclo y convirtieron a la austeridad en su divisa: sus recuperaciones han sido tortuosas. Con todo, la amenaza parecía haber sido superada y no tardó en imponerse la idea de que ‘no había sido para tanto’.
Luego, la llegada de la pandemia dejó en claro el cuento: no estaban a la vuelta de la esquina el crecimiento sostenido ni el desarrollo; además, hubo que enfrentar las cuentas de una globalidad maltratada por la aguda desigualdad y un crecimiento débil, junto con unos sectores públicos frágiles tanto en países ricos como pobres. Pudieron desplegarse capacidades de invención e innovación, ¡La vacuna!, pero los muertos fueron muchos y las capacidades instaladas dejaron mucho que desear cuando el estallido cayó sobre todos.
El mundo en peligro y la especie desnuda ante su fragilidad existencial. El fantasma del estancamiento secular vuelve por sus fueros y el antidesarrollo reclama atención y lugar.
El cuento no tiene, no tendría que olvidarse ahora que el mundo está cruzado por migraciones, y los absurdos cañones de guerra nos remiten a la inicua desigualdad y a la pobreza de millones que muchos habían dado por superada. Las connotaciones éticas de este ‘momento’ siguen tan vivas como cuando se declaró en las Naciones Unidas el derecho al desarrollo o como cuando don Raúl Prebisch lanzó su célebre manifiesto.
Desarrollo no solo es crecimiento del PIB, sino mejoramiento social generalizado; como proyecto, recoge lo mejor de nuestro pensamiento político, emanado de la Ilustración y pulido tras dos siglos de experiencia humana y búsqueda de mejores formas de vida.
El cuento tiene que pasar a ser historia y la política hacerse cargo de los difíciles ámbitos de la estrategia, la creación de consensos, la invención de panoramas y escenarios y, para ya, de movilización y asignación razonada de recursos, de la sociedad y del Estado.
Y en esas seguimos, acosados por la penuria y la urgencia económica y las señales puras y duras de la violencia, el empobrecimiento, la anomia. No nos fue bien con la pandemia, no la encaramos de la mejor manera, ni en lo económico-productivo ni en lo sanitario, tampoco institucionalmente.
La economía mexicana cayó como pocas en el mundo y la recuperación simplemente no ha recuperado lo perdido. La insistencia de los médicos y estudiosos sobre nuestra salud mental no es atendida como se debe y la violencia criminal simplemente se salió de madre.
Pensar el desarrollo es fundamental, hacer cortes de caja serios y rigurosos, saber reconocer errores y aciertos, sin caer en los extremos de moda. Ni condena ni salvación, simplemente rigor intelectual. Nos guste o no estamos parados sobre mucho de lo hecho en la ‘época’ neoliberal, para empezar el ratificado TMEC y su cauda de potencialidades exportadoras.
Hacer el inventario de lo que tenemos es urgente, pero no avanzaremos si desde el poder del Estado se deturpan actores y se niegan realidades fehacientes. Si, por ejemplo, se denigra a la burocracia del Estado (también a los científicos y los médicos), sin asumir que en sus contingentes radica la eficacia de la primera jugada: el servicio público directo, crucial como ha sido para evitar tragedias sanitarias mayores.
Más allá de esto, que debería ser evidente, están los cuadros técnicos y expertos que se quedaron en el sector público. Con saberes y quehaceres formidables.
La burocracia como freno ‘virtuoso’, que modula precipitaciones activistas e impaciencias del poder, debe reconocerse como activo de un desarrollo que vaya más allá de la reconstrucción y abra nuevos horizontes. Tal es el desafío para los capitalistas que quieren seguir siéndolo y desde luego para quienes sueñan con ser recordados como hombres de y del Estado.