Hoy hablamos con intensidad de una imparable desglobalización, aunque no tan impetuosa como lo fue su contraria a partir de la caída de la URSS y del inicio del “fin de la historia” que nos recetó Fukuyama. Entonces se abrieron fronteras y demolieron barreras; se privatizaron empresas estatales y se decretó el inicio ineluctable de un nuevo orden articulado por el libre comercio y el objetivo mayor de una democracia representativa de alcance universal. En explícito contraste con la historia del desarrollo gobernado por la bipolaridad del mundo, se quiso poner por delante la defensa, protección y ampliación de los derechos humanos. No sólo se trataba de una nueva expansión del mundo sino de su reconstrucción en función de ideales y proyectos largamente cuidados y cultivados.
La primera Guerra del Golfo contra Sadam Hussein, ganada por una coalición ecuménica de orden global con la presencia misma de la Rusia de Putin, llevó al presidente Bush a proclamar que se iniciaba un nuevo orden mundial. Pretensión que no se cumplió. Ni como agenda de orden, de gobierno o cooperación entre las naciones sirvió el anunció de Bush que, en el mejor de los casos, se redujo a una ambiciosa hipótesis de trabajo. Siguieron multiplicándose y reproduciéndose los conflictos y diferendos geográficos, comerciales, económicos y financieros. Sin embargo, la globalización buscaba afirmarse como idea-fuerza para ese nuevo orden que no acababa de encontrar un eje que sucediera al poderoso equilibrio de terror y autodestrucción nuclear que dio sentido a la Guerra Fría. De todos modos, prácticamente en todo el globo se fue abriendo paso una convergencia que fue el objeto de estudio del profesor Michael Spence, premio Nobel de Economía 2001 y reputado académico y administrador universitario estadounidense.
The Next Convergence: The Future of Economic Growth in a Multispeed World, (Picador, 2011) es una larga, informada y educada visión que cubre los tres grandes tramos de la transformación mundial que arrancara allá por 1700, que resulta una incursión de alta intensidad. El mundo caminaba a varias velocidades, dice Spence pero, a diferencia de lo que había ocurrido hasta 1950, al fin todos marchaban en la dirección de un mundo unificado. Y mejor para todos.
El libro del profesor Spence que inspira esta nota fue publicado en 2011 cuando, pienso yo, se extendía la idea de que la gran crisis de 2008-2009, no había sido más que un ‘susto’. Que el mundo, cuyos ritmos y pausas favorecían al final de cuentas a los más avanzados, seguía su curso y la dichosa globalización cumpliría “a varias velocidades”, advertía Spence, su misión unificadora del globo. Tendríamos, diría un francés, una “mundialización” más que una globalización que se reproducía con sus inequidades y desigualdades seculares, además ponderada por una migración que no parecía dispuesta a respetar frontera alguna.
Así la ciudadanía global reclamó un lugar preponderante en el anaquel de aquellas ideas-fuerza globales, incluso se las arregló para incorporase al globalismo, ideología que presumía de invencible y pretendía volver al propio neoliberalismo un mero componente de sus múltiples verbos.
Cualquier atisbo de desglobalización o de desfase de un orden mundial apenas insinuado, más que concitar debates, propuestas o modificaciones, se reducía a alguna pregunta difusa, hasta que vino la pandemia con sus devastadores efectos productivos y laborales, económicos y sociales, y aquí estamos. Ahora, acosados por la inflación y el estancamiento y con la amenaza de una guerra que, lo han dicho los rusos, no es fría y, podría ser nuclear, más que caliente.
Todo cambia y las palabras vueltas mensaje, diagnóstico, consigna, dan cuenta constante y cotidiana de las mutaciones. El Fondo Monetario Internacional advierte sobre el conflicto social exacerbado que recorre el planeta. En Davos, los ricos ricos se aprestan a alejar de su horizonte el espectro de una recesión global, mientras los del hemisferio occidental mostramos con creces los efectos de la inercia y la rutina. No estamos listos, ni dispuestos ni preparados para poder inscribirnos con mano firme, ahora sí, en el gran cambio del mundo que en Asia ya está en curso y debe estarlo sin previo aviso en los Estados Unidos de América.
De nuevo, la clave del juego no es adopción de técnicas, métodos o modas, aparatos e instrumentos. Todo eso lo puede proveer el mercado que será cada vez más arisco y ajeno. La clave es el potencial propio para adaptarnos, identificar caminos, formar capacidades de asimilación y puesta en acto de nuevas fuerzas y métodos productivos mientras nos arriesgamos a apostar por nuevas relaciones sociales de producción, deliberación y auto gobierno. Cambio de régimen sin abandonar la república sino democratizándola, llevándola a los propios núcleos dirigentes de los procesos productivos y de acumulación. Ejemplos de todo esto ya hay en circulación y el gobierno de un supuesto cambio sin adjetivos debería estar ya en su busca y estudio.
Nunca será suficiente subrayar la necesidad de contar con una gobernanza que responda a la más amplia y educada participación. La que sin haberla tenido del todo, ahora se le quiere lejos de nuestro inventario democratizador. Renunciando a la irrenunciable educación y autoeducación para la democracia. A cambio, se pregona una opereta como si se tratara de una ‘revolución cultural’.