Rolando Cordera Campos

Aprender a deliberar

Ninguna mañanera ni sucedáneo semejante pueden reputarse como medios útiles o válidos para impulsar algún diálogo rumbo a convertirse en deliberación.

El regodeo de la mayoría de los actores políticos con la incapacidad de construir acuerdos y consensos, degradando a la política en algo como una caja de compensaciones, no solo está llevando al sistema político mexicano a un modo de operación autodestructivo sino a un empantanamiento, por así decir, del humor ciudadano. De enojo y cinismo.

De aquí lo importante no solo de la claridad del discurso sino de la búsqueda cotidiana de buenos y mayores entendimientos, herramientas inmejorables para darle a la política que queremos democrática, visos de consistencia, orden y estabilidad. Esa es, después de todo, la clave maestra de toda política.

En tanto que nada de lo que dicen estos personajes es inocuo, el tono y la sintaxis importan para la política y para el intercambio cotidiano que la ciudadanía busca sin lograr montarlo en una deliberación propiamente dicha. Por ello, nunca será repetitivo insistir en la relevancia del ejercicio crítico, la defensa de las normas y criterios elementales de nuestra convivencia política. Sin deliberaciones francas no puede haber democracia y la simulación domina la orden del día y las agendas.

Pululan los intérpretes y mediadores y los comunicadores se descubren de pronto como voceros de uno u otro movimiento de protesta o reclamo. Sin que se encuentre origen o sentido a tal participación.

Ninguna mañanera ni sucedáneo semejante pueden reputarse como medios útiles o válidos para impulsar algún diálogo rumbo a convertirse en deliberación. En ese caso, además, no solo no hay deliberación in situ, sino que ignoramos si el interlocutor mismo delibera consigo mismo.

Lo puntual del intercambio, su carácter esporádico y accidentado pueden darle espontaneidad, pero nunca otorgarle densidad ni miradas largas, que es lo que requiere nuestra democracia tan escasa en sus prácticas de interlocución y valoración del intercambio de ideas. Si algo nos falta y urge tener es, por lo menos, un sentido de los plazos y una idea más o menos precisa de lo que el largo trazo significa para nosotros. Es ahí, por más que nos pese, donde nos tendremos que estar moviendo.

De hecho, las ideas parecen no tener lugar ni en los soliloquios presidenciales ni en las cavilaciones de los obligados intérpretes presidenciales que ocupan los despachos secretariales. Tampoco han podido abrirse paso en los centros de estudio y análisis que se crearon al calor de la transición a la democracia.

Entonces, muchas expectativas se gestaron y sin mucho pensarlo respondíamos con optimismo a quienes advertían sobre las necesidades no cubiertas en cuanto a la presencia de técnicos y analistas, indispensables para darle consistencia y fluidez al proceso de elaboración, evaluación y seguimiento de las políticas gestadas en el pluralismo de los órganos colegiados. Todo parecía posible…

Lo cierto es que varios de esos centros, estratégicos para el desenvolvimiento del proceso que está debajo del debate y es indispensable para la deliberación propiamente democrática, fueron pronto capturados por grupos parlamentarios y oficinas burocráticas. Así, su papel en la elaboración de la diferencia respecto del autoritarismo presidencialista quedó, por lo menos, opacada. Las asesorías y consultas quedaron al arbitrio del responsable en turno y la magnífica idea del servicio civil se vio acosada, cuando no vilipendiada.

La hora de transparentar la relevancia y valorar la importancia de una deliberación construida para dar rigor al proceso político habría llegado. Construir un sistema político deliberativo no es cosa de un día, ni puede depender de alguna minoría iluminada. Desde hacer valer el criterio de admisión y selección basado en el mérito hasta encarar los intereses ya creados dentro de ellos, las tareas son muchas y variadas.

Su buena marcha depende necesariamente de que coaliciones internas de legisladores asuman esta tarea como primordial para el buen desempeño del Congreso y de la democracia misma.

Con todo y los éxitos organizativos de nuestro instituto electoral, que no son pocos, el cansancio con el sistema empieza a expresarse en la abstención o la expresión enojada. Si algo requiere el país es apropiarse de los procesos que ahora le son vitales. Uno de estos es el que se asienta en el Congreso y tiene sus canales y vertientes, sus pasillos y cubículos en el Congreso de la Unión, en la Cámara de Diputados y el Senado.

Es mucho el talento que ya puede involucrarse. Desde los cabilderos que conocen y reconocen los nudos de esas intrincadas redes hasta los asesores profesionales sobrevivientes, forman parte de un contingente rico en experiencia y también, quiero pensar, en compromiso con la tarea republicana. A ellos debieran dirigirse los diputados y los senadores que decidan afiliarse a una misión como la descrita. Es, debería ser, la hora de deliberar.

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