Septiembre no nos deja en paz y las cuentas de Protección Civil probablemente den lugar a nuevos cuentos sobre nuestra inveterada vulnerabilidad. Por lo pronto, los recuentos de la macro y anexas no dan pretexto ninguno a los relatos optimistas, aunque debamos celebrar, sin duda, el desempeño de los salarios reales que, impulsados por las decisiones gubernamentales sobre los mínimos, miran arriba sin verse perturbados seriamente por una inflación que no se detiene ni se inmuta ante los panoramas, del todo reduccionistas, con los que el gobierno busca inyectar algo de ánimo entre la población.
Si bien es cierto que el estado real de los ingresos recoge evoluciones como la señalada, lejos está de resolver la cuestión social mexicana que las crisis de fin de siglo e inicios del actual han reproducido; por ello es que, sin menoscabo de la sofisticación a que llegan muchos de nuestros investigadores sociales, es indispensable mantener la mirada y la mente abiertos, receptivos y resilientes, ante situaciones que expresan empobrecimiento de los muchos y concentraciones de beneficios y oportunidades, tendencias contrastantes que niegan e impiden cualquier empeño de llevar adelante y a fondo el ímpetu justiciero que animara los vuelcos de 2018.
Urge precisar con puntualidad, rigor y miradas amplias, lo que esa nefasta combinatoria de malos ingresos y paupérrima protección social ha implicado y sigue implicando para nuestro (des)ánimo y talante ciudadano. De qué manera ponderar esa circunstancia, de por sí inicua, con las otras dimensiones que definen y hasta determinan el devenir de la vida pública y en general de la democracia que hemos podido darnos.
Ser capaces de imbricar nuestra cuestión social con la aspiración democrática, tendría que llevarnos a poner a prueba nuestra convicción ciudadana y democrática para asumir sin ambigüedades que la atención estructural e integral a la cuestión social ha devenido en discurso y costumbre.
Con todo y lo farragoso que resulta el lenguaje fiscal y financiero es factible detectar con cierta facilidad los vergonzosos hoyos negros por los que pasa y ha pasado la referida cuestión social, hasta convertirse en lamentable compañera de viaje de un régimen cuyo verbo democrático no alcanza para reconocer que una democracia republicana de masas con tanta pobreza e informalidad, no ofrece cohesión social ni política. No puede haber, en las condiciones presentes, elementos actuales, de carne y hueso, que hagan las veces de las creencias y cultos que en el pasado dieron algo de unidad y perfil a las comunidades antiguas. Hoy, el Estado no cumple esa función crucial, no se confía ni en sus hombres y mujeres ni en sus normas y disposiciones que, justicieras o no, son vistas con la sorna de los antiguos: las normas se hicieron para violarse.
Al reclamar del gobierno acciones coherentes con la dura y ruda realidad del país, no se le piden imposibles, ni tareas desproporcionadas; tampoco es que sobrecargue al régimen democrático con demandas “sin sentido”. Ni el Gobierno ni el Estado, tampoco las reglas democráticas acordadas por todos, que definen nuestros alcances, restricciones y deberes de gobernantes y gobernados, pueden eludir esos reclamos sin caer en despropósitos y cinismos.
Tanto la teoría democrática, un tanto improvisada a fines del siglo XX, como lo que le ha seguido en medio de tanta confusión y disrupción, son incapaces de responder a las cuestiones más elementales vinculadas con la sociedad y sus difíciles modos de vida y subsistencia. Pero en ambos casos, está más que probado que toca a ellos afrontar esos y similares desafíos de política y políticas, de equilibrios financieros y apoyos discrecionales desde el Estado para los mercados, la inversión privada o el consumo básico de los trabajadores.
De cara a una sociedad plagada de “informalidad” como forma de vida y sustento; acosada por tanta desigualdad; arrinconada por corrosivas tendencias en dirección del estancamiento económico y mayor deterioro social, solo el sentido común, diálogo asentado y aceitado en un contexto bien formulado de democracia social, puede orientar el debate y la deliberación y auspiciar la formulación de estrategias y decisiones públicas y políticas que saquen al país del pantano.
Eso hubiéramos esperado de un gobierno autoproclamado como transformador y popular. Eso esperamos que lo que quede de este binomio se vuelva acción y compromiso nacional y popular. Recuperar la palabra no es mucho pedir.