Sin habernos propuesto profetizar, menos imaginar que México empezaría a vivir la implantación más o menos plena de una de las opciones definidas por nosotros como “neoliberal”, Carlos Tello y quien escribe, propusimos allá por 1981 a una “disputa por la nación” como la mejor guía para reflexionar sobre las opciones de desarrollo. Partíamos de que tanto la diversificación política y social, así como la obtenida en la economía y su estructura productiva, permitían pensar en la posibilidad y conveniencia de una suerte de “emulsión” de ambos proyectos –neoliberal y nacionalista– lo que era posible dentro del marco constitucional vigente.
No ocurrió así, ni el marco constitucional se mantuvo, ya que no solo fue modificada en varias ocasiones la Constitución, sino que significativas porciones del territorio y de la economía fueron severamente afectados por el cambio estructural globalizador que empezó en 1985.
Tampoco pensábamos que el calificativo “neoliberal” fuese de usos múltiples y aplicaciones diversas para referirse a políticas fueran o no de mercado. Pero, la historia se permite fuertes jugarretas y México no ha sido la excepción; de haber sido alumno destacado del evangelio globalista que se esparcía, el país fue incapaz de traducir a la realidad nacional las ventajas que conformaban su oferta. En su lugar, hemos tenido décadas de muy lento crecimiento, una bifurcación exagerada del mercado de trabajo, con predominio recurrente del trabajo informal, y una injustificable concentración del ingreso personal y familiar y magros alivios en lo tocante a la participación laboral en el producto. Las explicaciones han sido muchas, pero ninguna puede justificar esas magnitudes y coeficientes inicuos.
Hoy en día hay una conciencia más o menos difundida del drama de la desigualdad, no solo en términos de sus graves consecuencias sociales y políticas, sino de la necesidad urgente de corregirla mediante una reforma tributaria y fiscal que coadyuve a un tratamiento equilibrado de esta circunstancia que, sin mayor trámite, puede derivar en tragedia.
En aquellos años ochenta, los dirigentes estadounidenses veían en la “americanización” del mundo y la afirmación de un nuevo régimen articulado por la unipolaridad, el inicio de una nueva era en la historia de la modernidad. Y no estaban solos en el cultivo de esa perspectiva, de una americanización que fue entendida y asumida de muy diferentes maneras por países, naciones y estados. En nuestro caso, como en buena parte de la región latinoamericana, fue recibida con un “extraño sentido de pertenencia”, como lo dijera el economista José Antonio Ocampo, que nos llevó a una incondicional adscripción al código neoliberal postulado por el llamado Consenso de Washington a todo lo largo de la última década del siglo XX.
Ayer, se decía que no solo se trataba de sortear de la mejor manera las tormentas de la crisis de la deuda, sino de apresurar el paso hacia una globalización cuyas coordenadas eran vista como ineluctables lo que tampoco ocurrió; hoy el propio Fondo Monetario Internacional advierte que “lo peor está por venir en la economía global”. (La Jornada, 12/10/22).
A pesar de sus innegables transformaciones del orden global que nos heredara Bretton Woods, un consenso se conforma en el sentido de nuevos paquetes de cambios en ese orden global y en asumir que dicha globalización, del comercio, las finanzas, la inversión y apenas el trabajo, no puede articular a un mundo cubierto por el litigio y la desconfianza, la disputa geopolítica y la guerra, también por la economía de muchas naciones siempre acosada por el estancamiento y ahora la inflación.
Prepararse para eso que “puede venir” es el desafío mayor de los organismos y agencias de las Naciones Unidas, del FMI y el BM a la UNCTAD o la Cepal, pero siempre acompañados por los gobiernos nacionales y sus ministerios de economía y finanzas. Lo primero, hay que reiterarlo, es y debe ser proteger el trabajo, acompañado de acciones prontas y suficientes en el abasto básico que en buena medida proviene todavía del mundo rural y su muy heterogénea estructura social y productiva. Y junto con esto, asegurarnos de que los primeros y valiosos pronunciamientos del gobierno sobre la necesidad de una política industrial no sigan la suerte de su principal promotora, la secretaria de Economía que dejó el gobierno sin mensaje alguno sobre su planteamiento respectivo.
Las tareas que le esperan a México no son sectoriales ni corporativas, aunque algo de visión sectorial no caería mal. Tampoco el concurso de las organizaciones sociales de empresarios y trabajadores, así como comunidades defensoras de los derechos humanos y protección social. Si esto es no “corporativo”, debería ser respondido adecuadamente por el gobierno, del que debemos esperar prontas convocatorias.
No pienso que contemos con mucho tiempo porque ese “peor” del que nos habla el Fondo, ya está entre nosotros para saltar cuando menos lo esperemos.