Como Medusa, la impunidad tiene muchas ramificaciones; su combate frontal tiene que entenderse como la demolición de los hoyos negros que subsisten en el entramado público y, en especial en las arenas de la política formal y constituida. También presupone erradicar el cinismo: instaurar el imperio de la Ley así como concurrir a la construcción de una ética pública diferente.
La enorme tarea de renovar las instituciones del Estado fue entendida por muchos como una ocupación cotidiana, que implicaba una gran responsabilidad de todos los actores sociales, políticos, académicos, empresariales, estudiantiles…. Se le veía como una permanente creación y recreación de la sociedad que, suponíamos muchos, se quiere democrática.
Sin depreciar las proclamas, se buscaba una buena marcha de las instituciones y los intercambios políticos y hasta retóricos. Se esperaba que ese funcionamiento fuese prueba eficiente de las ventajas de contar con reglas, mecanismos y prácticas de validez reconocida por todos, en una palabra, democráticas, que permitieran al conjunto social avanzar.
Tales fueron los ánimos y empeños que poblaron la transición a la democracia hasta llegar a la primera alternancia en la Presidencia de la República. Así, el impulso democrático portaría una acción liberadora, proveniente de todos los ámbitos, para ir disolviendo, de hecho y derecho, los varios mecanismos autoritarios mediante los cuales el poder se coagula y la voluntad popular se vulnera.
En este ya largo camino, la conquista de un régimen electoral equitativo, capaz de asegurar el libre juego de partidos y el respeto al voto popular han sido indispensables, necesarios tabiques de la construcción de nuestro edificio. Empero, con toda y su innegable importancia, decisiva en momentos críticos y peligrosos de aquel trayecto, lo electoral se implantó por poderosos actores de la política plural que emergía como el equivalente del régimen democrático en su conjunto y hoy estamos entrampados.
Indolentes y ciegos los partidos ante los grandes problemas, no se comprometen seriamente con planteamiento alguno, con ninguna propuesta de alcance nacional que pueda ser vista como alteradora del equilibrio logrado. Perdidas las coordenadas o referencias básicas del devenir de toda sociedad abierta, esos y otros actores se venden como eficaces y hasta creadores diestros de versiones, que no visiones, del país y del mundo.
Cuestiones actuales y decisivas como el aumento de la desigualdad y la pobreza; la economía que apenas funciona, o no lo hace si atendemos a la precarización laboral, la desintegración regional y productiva; el deterioro de la educación y la crisis, permanente, del sistema de salud y seguridad social, son asuntos que apenas se tocan. Cuando no pasan inadvertidos.
Los tiempos y criterios que imperan en la política formal, en sincronía con el mercado de regateos electorales, o de compra y venta de protección, hace que parezca inoportuno insistir en el triste estado de nuestra economía política y social ante las llamadas de atención sobre tendencias preocupantes del acontecer productivo o financiero.
Se insiste en mantener el rumbo, sin querer escuchar; las medidas van del control de las intocables y míticas variables de la estabilidad financiera a exprimir el padrón de contribuyentes del SAT y, a la cruel paradoja –por así decir– franciscana: por un lado la austeridad, por el otro el dinero necesario para mantener y concluir en “tiempo y forma” las obras del presidente.
Discusión ninguna, negativas persistentes a buscar formas renovadas de hacer y pensar la política, por ejemplo para reflexionar y acordar un nuevo curso de desarrollo que permita alejarnos de la fragilidad de la economía asumiendo que para avanzar, México debe contar con un fisco sólido y dinámico; sacar de la cuneta a los millones de mexicanos que siguen quedando a la deriva. Nada o casi nada de tan molestos asuntos.
De seguir este camino, el país tiene como destino manifiesto ser tierra fragmentada, inconexa, vulnerada y con regiones enteras oprimidas por la creciente violencia, las carencias y las desigualdades que no pueden sino incubar rencores y desalientos. Individuales y colectivos.
El empeño debe estar en destrabar las deliberaciones, no renunciar a la política ni dejar de darle sentido de presente y futuro a la República. Regresarle a la palabra su lugar, y a la nación su bienestar. Éste, tan traído y llevado, debe remitir siempre a la capacidad del Estado de desplegar una construcción justiciera por redistributiva, entendida como base impostergable de la suma de proyectos de bienestar colectivo y nacional.
De aquí la importancia de insistir en convocar(nos) a construir una propuesta fiscal que reivindique criterios de justicia fiscal gravando más a los más ricos, como punto de arranque para una efectiva progresividad tributaria. Solo así podremos contar con un gasto público socialmente satisfactorio, ordenado y transparente.