Rolando Cordera Campos

Desde el extremo Occidente

Lo que sucede en Perú no es ninguna acción redentora, sino un ácido corrosivo que tiñe a una sociedad marcada por la miseria de sus masas y la inepcia de sus dirigentes.

Por años desatendimos la gran cuestión de las relaciones entre la economía y la política, asunto que creíamos resuelto por el gobierno a través de sus principales funcionarios, para quienes no había ningún tipo de dilema a ese respecto. La política estaba al servicio de la economía, siempre y cuando la economía sirviera a la política ofreciendo estabilidad, empleo creciente y cada vez mejor, y una clase empresarial siempre dispuesta a invertir y asociarse con los capitales foráneos.

Es decir, había una funcionalidad virtuosa entre ambas dimensiones de la vida social y, en todo caso, tocaba al Estado y al sistema político en general encargarse de hacer los ajustes necesarios para superar o evitar los desarreglos que la terca coyuntura dispusiera introducir. Y si bien la “funcionalidad virtuosa” funcionaba más como un deseo, es innegable que las inversiones fluían y el Estado lograba cierta conducción; ni cargaba demasiado a los ricos ni apretaba “de más” al resto de la población que sabía su lugar y papel en el concierto nacional.

Fuimos calificados como una especie de milagro político-económico que contrastaba con el resto de la región, asolada por inflaciones, cuasiestancamiento, inestabilidades políticas y unas Fuerzas Armadas listas a intervenir “en caso de ser necesario”.

A partir de inicios de los años sesenta, cuando los Estados Unidos de América llevaron a Cuba a protagonizar una absurda y destructiva “guerra fría” caribeña, las cosas empezaron a cambiar y muchos personajes del drama hicieron mutis, dejando su lugar a todo tipo de negociantes y representantes del capital externo, así como a militares y marinos de la más variada graduación. Empezó a hablarse de golpes de y para la seguridad nacional inscritos abiertamente en los códigos retóricos y los reflejos propios de esa contienda en la que América Latina no tenía mucho que ver salvo que, como se hizo religiosamente a lo largo de la convulsa década de los sesenta y se extendió al decenio siguiente, se tomaran en serio las consignas revolucionarias del Che o las bravatas de Kruschev.

Para Nixon y Kissinger el triunfo del presidente Allende resultaba inaceptable y la única “solución” era destruirlo; así, se fue impulsando una visión bárbara en amplios sectores de las clases medias chilenas y de buena parte de la región que veían, resignadas, como fatal la acción ilegal y anticonstitucional de los militares y los marinos, acompañados y hasta dirigidos por los nefastos “servicios” de inteligencia que llegaron a innombrables actos de represión y crueldad. Las sociedades quedaron arrinconadas: mujeres, niños, ancianos, militantes, todos quedaron expuestos al más corrosivo de los enfrentamientos hasta convertir a Argentina, Chile, Uruguay a la sevicia militar, que, como la brasileña, había marcado la pauta después de su golpe militar de 1964.

Momentos de la Guerra Fría; victoria de Occidente y de su capitalismo democrático; demolición del comunismo soviético, la URSS y su sistema político económico, aventuras y desventuras que pasaron, pero las que sobrevivieron pudieron haber puesto en movimiento la gran gesta ciudadana por los derechos humanos, por mejores y promisorios modos de vivir.

Parecía que ante el mundo se abrían nuevas perspectivas de las que nosotros queríamos formar parte, anhelo que parecía posible gracias a la democratización alcanzada que (nos) permitía presumir pasadas glorias en favor de los perseguidos y en contra de los golpismos. Los booms económicos pasaron a retiro y sus excedentes no se distribuyeron de la mejor ni de la más racional manera posible. Las crisis pegan cada día con más fuerza y los caprichos de natura se tornan agresiones aviesas de las que no hay mayor escape.

Preguntarse como Vargas Llosas a qué hora se jodió su país resulta fútil, cuando no cruelmente infantil. La crisis peruana es un ejemplo fuerte de lo que una estructura y unas mentalidades muy mal concebidas pueden provocar; la corrosión del Perú es la de su Estado y sus grupos políticos y la violencia que irrumpe no es ninguna acción redentora, de hecho, ninguna violencia lo es, sino un ácido corrosivo que tiñe a una sociedad marcada por la miseria de sus masas y la inepcia de sus dirigentes.

Apostar por ese caldo explosivo de cultivo, representado por el expresidente Castillo, es una muestra irresponsable de torpeza y necedad. El Presidente y su gobierno deben ya sentarse a reflexionar para corregir. Y cuidar la lengua. Las expresiones más nefastas de este “extremo Occidente” están ante todos nosotros. Asumirlas es un error garrafal, un despropósito.

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