Podemos atribuirlo a diversas causas o simplemente asumir, no sin un dejo de resignación, que los intercambios públicos entre nosotros responden a sospechas y mezquindades, cizañas y mala fe. Todo sirve para ser puesto en favor de nuestros prejuicios, pero lo que hemos presenciado en estos días contra la Universidad no tiene precedente. Ni siquiera con aquella campaña infame contra el rector Javier Barros Sierra que lo llevó a presentar su renuncia ante la Junta de Gobierno cuyos miembros, dignos y valientes, no la aceptaron. El ingeniero Barros Sierra no cabalgó solo ni por su cuenta, con todo su coraje y sentido del honor, acudió al órgano colegiado que correspondía, la Junta de Gobierno, para presentar su renuncia. Tampoco se violentó la norma cuando unos hampones avergonzaron a muchos universitarios y una banda de supuestos activistas revolucionarios, instrumentados por el poder público, agredieron y vejaron al rector Chávez. Hoy, el rector Graue ha sido claro y tajante: ni él ni la estructura de gobierno colegiada de la UNAM se prestan ni prestarán al juego burdo y fútil de pretender ser fiscal y tribunal sumario que, varios cenáculos dentro y fuera de la universidad, buscan.
La sencillez firme del rector, al explicar los ritmos y cadencias del litigio desencadenado por el plagio en que incurriera la todavía ministra Esquivel; su claridad de juicio sobre lo que eso significa, ética y pedagógicamente, no solo para la casa de estudios sino para el país en su conjunto, aunado a su compromiso explícito con la legalidad universitaria y nacional que ponen por delante el debido proceso, buscan ser ignorados en aras de una “justicia” vengativa.
El hecho duro y central de que el rector no pueda dictar sentencia, y qué bueno que así sea, se “olvida” en los veredictos de las redes sociales erigidas en supremos tribunales. Reconocer que la Universidad ha encarado la siempre resbalosa cuestión del plagio sin hacer explícitas las omisiones que de tiempo atrás han acompañado a la institución, es obligado reconocimiento que llama a subsanar fallas, no a agredir ni desacreditar a toda la comunidad universitaria como lo apuntó el martes pasado en su columna Guillermo Sheridan: “Habrá reglamentos que revisar, y muy a fondo. Ha sido extraño advertir que al parecer no existen en la reglamentación universitaria disposiciones específicas contra el plagio, un resabio, quizás, de tiempos en que la idea misma de cometerlo era impensable. Ahora será inevitable: si la UNAM decidió vigilar, deberá castigar”. (El Universal, 17 enero, 2023).
Indispensable es subsanar esas lagunas y corregir conductas al respecto, como lo es devolverle a la tesis profesional y al examen subsecuente su dignidad. Estas acciones pueden ser vistas como temas de acción inmediata, pero siempre conforme a las restricciones que marcan el debido proceso y los saberes y lecciones aprendidas.
Lo que no podemos hacer los mexicanos, universitarios en activo o no, ciudadanos comprometidos con una sociedad pacífica y gobernada conforme a leyes, es denostar y, de hecho, condenar al desprestigio a una comunidad que, con muchas dificultades y sinuosidades, ha sido capaz de darse una institucionalidad que funciona.
Institucionalidad sostenida en muchos órganos colegiados donde sus miembros discuten, buscan autogobernarse, ampliar y dar solidez a las bases necesarias de libertad y seguridad para desempeñar de la mejor manera posible sus tareas fundamentales de producir y transmitir conocimiento, formar los mejores profesionales y dirigentes sociales, científicos, empresariales, dar cabida siempre hospitalaria a lo mejor o más prometedor de la cultura nacional. Nada de esto es politiquería, término nefasto con el que el presidente de la República busca renovar su absurda campaña contra la UNAM.
El rector Graue, en su mensaje del viernes, nos ha convocado a tomar en serio las leyes, el derecho y sus posibilidades de mantener y restaurar la convivencia social. Apoyar esa convocatoria es saber que sin el respeto a las leyes toda comunidad social navega sin rumbo.