Los recientes datos de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) del INEGI, sobre el complejo fenómeno de la pobreza, son optimistas: tanto la pobreza por ingresos como el célebre coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, disminuyeron.
Es muy probable que en este movimiento hayan influido sobre todo la elevación sostenida del salario mínimo, así como del salario medio real, del empleo y la ocupación. Estos indicadores, además, se mueven hacia arriba o hacia abajo en función de la dinámica económica.
Los programas sociales del gobierno son regresivos, advierte Julio Boltvinik en La Jornada, pero los dineros canalizados a los deciles con ingresos más bajos o mínimos aumentaron significativamente. Poco a poco, pareciera que salimos del pozo cavado por las crisis y los efectos de la pandemia.
Habrá que discutir todavía si los números dados a conocer recientemente por el INEGI avalan la robustez de una política social que, para muchos estudiosos, ha estado plagada de inconsistencias. Para ello, tendremos que aguardar a la evaluación del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, así como a las incursiones en números y tendencias que harán los colegas del Programa Universitario de Estudios del Desarrollo, coordinado por Enrique Provencio, reunidos en el Grupo de Trabajo de Pobreza y Desigualdad que encabeza el doctor Fernando Cortés, para comprobar si las herramientas y los métodos estadísticos empleados permiten hablar de resultados que, en verdad, nos acerquen al cumplimiento del mandato constitucional y al más lejano horizonte de abatir la pobreza, la extrema desde luego, pero también la que depende de los niveles de ingreso de los trabajadores y sus familias.
La carencia y la pobreza de masas son, han sido, una mancha oprobiosa, sobre todo si consideramos la magnitud de la concentración de la riqueza y de los ingresos de los muy pocos. Y si, además, tenemos en cuenta el tamaño de nuestra economía: no hay nada que hoy justifique la persistencia de esas lacras.
La desigualdad y la injusticia han sido los vectores inamovibles de lo que llamamos la cuestión social que es, en verdad, una vergüenza colectiva que pone en su sitio nuestras vanas pretensiones de modernidad y prosperidad compartida.
También son argumento prima facie, dirían los juristas, de la incapacidad política, o desinterés según se le vea, para hacer de esta lacra un argumento en favor de construir un gran acuerdo que permita al Estado contar con los recursos necesarios para atender, de raíz, esta nefasta circunstancia que nos afecta a todos. Un estado de bienestar bien financiado, sostenido en una reforma fiscal digna de tal nombre, debería ser paso consecuente; de hecho, decisivo para reivindicar la política democrática que presumimos.
¿Qué hacemos con los pobres? Preguntaba en el siglo XIX Ignacio Ramírez, El Nigromante, y en el siglo XX lo recordaba, con angustia, la escritora Julieta Campos.
¿Qué hacemos pues?: hacer hasta lo imposible porque deje de haberlos.