De nuevo, como tuvieron que hacerlo los constituyentes de 1917 y algunos de sus sucesores inmediatos, México tiene que abordar sus tres grandes objetivos históricos como un trípode problemático. Un "trilema" podría decir el economista de Harvard Dani Rodrik. No solo se trata del célebre acertijo trazado por Rodrik entre soberanía, globalización y democracia, sino el que se abre si se toma en serio la propuesta del gobierno de que la democracia, el desarrollo y la igualdad pueden obtenerse "aquí y ahora".
En realidad, democracia, desarrollo e igualdad no son procesos que puedan desligarse, tampoco pueden verse como fines homogéneos e intercambiables. Son una combinatoria compleja cuyos equilibrios son precarios y fluidos, debajo está la siempre veleidosa relación entre economía y política que, a su vez, da lugar a la que necesariamente se forja entre Estado y mercado. Al final de cuentas, de lo que se trata es de abordar el gran reto de darle consistencia a una compatibilidad que, hasta hace poco, se daba por hecha y que ahora nos amenaza con una ruptura que podría ser de orden fundamental.
La convivencia de la democracia con el capitalismo siempre fue vista como difícil hasta que los desplomes de los años treinta y cuarenta del siglo pasado llevaron a las elites dirigentes a proponerse atender, como tarea de Estado, los reclamos masivos de justicia y compensación de las masas y del desafío emergente del comunismo convertido en Estado multinacional al mando de la URSS. Hoy, como ocurrió en aquellos años, este matrimonio se presenta como dilema crucial para el pensamiento político, para la economía política y, sobre todo, para la propia política democrática. De no hacerlo corremos el riesgo de encontrar que, parafraseando al gran Tito Monterroso, el autoritarismo sigue ahí.
Se trata de un "corredor angosto", han propuesto recientemente Acemoglu y Robinson, que separa la anarquía, que podríamos ver como un exceso de libertad sobre la democracia, con la consecuente ruptura de la norma como cemento básico de la convivencia, del despotismo, resultante de la concentración también extrema de poder en manos del Estado; poder transitar por el filo de la sierra, como gustaba alardear el presidente López Portillo.
Desde la perspectiva del desarrollo, entendido como proceso complejo, al que se quiere incluyente o inclusivo, se impone la invención de mixturas durables entre cambio social, mejoramiento mayoritario y aprendizaje democrático. Para ello, resulta obligatorio la formación de una voluntad política eficaz y congruente con estos propósitos. Creo que hemos aprendido, en nuestro cursos introductorios a la convivencia democrática, que dicha voluntad no se compra, es un constructo político y social que tiene que materializarse institucionalmente en un régimen político codificado por la Constitución y cotidianamente validado por el ejercicio del poder donde los intercambios entre gobernantes y gobernados, la cuestión de la hegemonía y la legitimidad del poder y el Estado, condicionan el rumbo de un régimen político-económico como el sugerido.
Dar lugar a un régimen legítimo, cuya dirigencia pueda presumir de ser hegemónica sin simular la participación de la ciudadanía, para desde esa plataforma desplegar políticas y estrategias de cambio y redistribución económica y social, así como una conversación productiva entre acumulación y distribución, es el nudo gordiano del presente. Y, sólo forjando acuerdos de gran escala que den cuerpo a nuevas formas de concertación política y coordinación social, el país podrá aspirar a navegar las agresivas y hostiles corrientes de cambio y disrupción que se han apoderado de la globalización que, antes de 2008, se le imaginaba como proceso seguro y lineal, cuyo único fin posible era un mercado mundial unificado y una democracia representativa planetaria.
Abrupto despertar debido tanto a la propia crisis desatada aquel año y su secuela de "gran recesión", como al ascenso vertiginoso de China como gran aspirante a la hegemonía pos neoliberal. Pero, también, por una sinuosa "pos democracia", que han recordado que no hay tal cosa como una historia predestinada sino un andar permanente. Cruel estallido del maravilloso trípode: economías globalizadas, crecimientos económicos sostenidos y democracias comprometidas con la defensa y promoción de los derechos: humanos, económicos, sociales, culturales y ambientales.
Hoy tenemos que hablar no solo de aquel presente continuo que Norbert Lechner nos propuso como imagen central del gran cambio globalizador neoliberal, sino de un "presente innombrable" donde lo único inconmovible es el regodeo de los menos con la riqueza y sus disfrutes, la "revolución de los ricos" que, en nuestro medio, tan bien definió Carlos Tello.
Frente a esta constelación de poder económico y político concentrados, la erección de las combinatorias referidas no solo se ve difícil sino que la búsqueda de atajos regresa como una poderosa tentación, sobre todo si se entiende el ascenso chino como un posible paradigma alterno. La democracia empieza a considerarse como costosa y el desarrollo con igualdad como una mezcla "exótica".
No se pueden ni se deben olvidar las lecciones y pretender crear todo, como modernos adanes, sobre las ruinas de un edificio derrumbado a golpe de desconocimiento. Más bien, habría que asumir con humildad que estamos ante la posibilidad de un corte de caja generoso; saber discernir lo que debe reformarse o reformularse, lo que es imprescindible recuperar y hacerlo ya.