Rolando Cordera Campos

El costo de aprender

Sin gasto público extraordinario no habrá salida pronta y sostenida del barranco donde la pandemia y la recesión se dan la mano para condenarnos a una depresión demoledora.

Es posible que en estos meses de incertidumbre y dolor hayamos aprendido algo, pero no conozco a nadie que hoy pueda asegurar que, al declarar el triunfo sobre el virus y su jinete apocalíptico disfrazado de crisis económica, sea posible presumir urbi et orbi que seremos más diestros que al inicio de este tortuoso año.

Aquella sentencia histórica y universal de que somos la única especie animal condenada a tropezar con la misma piedra se ha actualizado como consigna vital para todos los pueblos del globo, aunque algunos se empeñen en obtener un premio especial a su tozudez.

En Estados Unidos de América, su presidente pugna por llevarse la medalla de oro en necedad y sordera. Alternada con una miopía progresiva, esta pareja nefasta ha propiciado cifras escalofriantes en desempleo, contagio, muerte y desamparo, poniendo a la patria de Lincoln y Roosevelt al borde de desplomes sociales, económicos, políticos y existenciales.

Nosotros ya no somos vecinos distantes sino, en más de un sentido, socios interdependientes y en este carácter es que lo que allá ocurra repercute sin remedio sobre lo que pase con y entre nosotros. Prepararnos con planes de emergencia que contrarresten el efecto arrastre, la gravitación americana en la que llevamos la peor parte, no ha sido práctica socorrida por gobernantes ni dirigentes sociales, empresariales, laborales o políticos. Tampoco brillamos por nuestro ingenio para sacar ventaja del primer Tratado de Libre Comercio; en vez de ello erigimos oratorios a la magia del mercado.

En todo caso, si algo hemos aprendido es a engañarnos sobre el doble filo de esta vecindad devenida, más de un siglo después de las guerras y la rapiña territorial, de asociación comercial a potencial sociedad benéfica para ambos. Por lo pronto, recurrimos una y otra vez a especies fantasiosas, como esa de que "con los republicanos nos va mejor que con los demócratas", o asistimos a tragedias recurrentes en el plano de la migración para luego, golpes de pecho de por medio, homenajear a los valientes que se fueron y se encargan, al menos en parte, de la manutención de sus familiares que se quedaron.

Valientes y, si se quiere, héroes, pero todos ellos y ellas son portadores de lecciones nunca aprendidas, de políticas ciegas y sordas a las urgencias de los más afectados por la penuria histórica que ha sido nuestro signo más profundo.

Ahora, se insiste en fantasear con una pedagogía de la tragedia, pero los ejemplos que se nos ofrecen son absurdos e ineficaces. Por una parte, hemos presumido unas disciplinas extraordinarias e insólitas en materia de confinamiento; por otra, a la primera concesión de la autoridad, viene la avalancha, aumenta el contagio y los muertos crecen. Seguimos sin entender y atender la complejidad de la interdependencia que domina y articula nuestra vida en comunidad y, sobre todo, marca la pauta del desempeño económico.

Ya habrá tiempo de discutir sobre el impacto mediato e inmediato de la mal llamada política de austeridad sobre el consumo, la producción y el empleo que ha exacerbado las durezas de la pandemia. Lo que debería estar claro hoy es que sin gasto público extraordinario no habrá salida pronta y sostenida del barranco donde la pandemia y la recesión se dan la mano para condenarnos a una depresión demoledora.

La crueldad de los datos referidos a la caída en el producto, la industria, la ocupación y la inversión, así como al aumento en el número de pobres y vulnerables, no debería dejar rendija alguna para seguir negando la triste realidad de las implicaciones que ha tenido la política de austeridad adoptada.

La fe en el automatismo económico y hasta sanitario ha dominado la acción del Estado; las lecciones, dolorosas sin duda, pero expresivas y pedagógicas de otras crisis que, enlazadas, han definido nuestra historia como nación moderna e independiente, se han olvidado. En circunstancias como ésta se debe gastar pronto y mucho, y el déficit y la deuda asumirse como necesidad que debe modularse y puede esperar; primero está la atención y el cuidado a la salud, a los enfermos y la vigilancia epidemiológica para adelantarse a rebrotes, o la economía recaerá porque el confinamiento será obligado por pérdida de la salud.

Más que presumir de nuestros saberes y decisiones ejemplares para el mundo, hay que arriesgarnos y adelantarnos a reconocer sectores y actividades estratégicas que deben estarse ya apoyando; también, diseñar programas de corto y mediano alcance centrados en la promoción de la inversión. De no hacerlo, no pensemos en recuperación sostenida y pronta, menos en desarrollo.

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